Las cartas de Madame Nataviel

Las cartas de Madame Nataviel

-Bien, los Arcanos se muestran bastante claros- dijo Madame Nataviel, mientras observaba la baraja extendida sobre la mesa.- Y me temo que no hay buenas noticias. La carta de la Torre no suele traerlas.

Miró fijamente a su asustado cliente.

-¿Tienes planes importantes para un futuro cercano?

-Sí, la verdad es que sí…- respondió éste, algo inquieto.

-Olvídalos- le aconsejó la pitonisa.- Fracasarán. De hecho, corres un serio riesgo de perder incluso tu empleo, como señala la carta del Sol invertida. Y el Emperador en la misma posición tampoco me gusta nada: puede que hasta tus bienes desaparezcan. ¿Andas metido en algún lío legal?

-¡No!- contestó el atemorizado y abatido cliente.- Sinceramente, estoy bastante sorprendido con todo esto. No puedo creerlo…

-Es lo que tiene el futuro- interrumpió Madame Nataviel.- Puede llegar a ser muy caprichoso.

Sacó unas cartas más y las puso sobre la mesa, junto a las demás.

-De hecho, mira. Ahora, la carta de la Estrella dice que también recibirás una ayuda inesperada. Y la Fortuna- añadió, señalando la carta de la Rueda- está de tu parte. Aprovéchala.

El cliente pareció sentir un poco de esperanza y preguntó:

-¿Debo, entonces, seguir probando suerte en las máquinas de este local? ¿Lograré pronto algo en alguna de ellas?

-Es más que probable- le respondió la pitonisa, con un tono evidentemente incitador.

Tras una sonrisa de agradecimiento, el alentado cliente salió de allí y se volvió a sentar ante la misma máquina que llevaba una semana succionando sus monedas.

Madame Nataviel también salió del minúsculo cuarto que usaba como consultorio en aquel salón de juego. Mientras se dirigía hacia la salida para fumarse un cigarro y tomar un poco el aire, observaba a todas aquellas personas que, llenas de falsas esperanzas, perdían su dinero y su vida en aquellas máquinas matemáticamente trucadas.

Salió al exterior. Y allí, a unos metros de distancia, estaba Salva, el dueño de la carpintería de enfrente, que también había salido a descansar. La vio y la saludó amistosamente, con una amable sonrisa. Madame Nataviel frunció el ceño y miró hacia otro lado.

Aquel hombre era muy querido en el barrio; nadie tenía problemas con él. Nadie, excepto los trabajadores del salón de juego. Salva jamás había pisado aquel local y, desde luego, nunca provocó enfrentamiento alguno. Pero tenía una bondad y un carisma tan grandes que se ganaba enseguida la confianza de la gente, y sus buenos consejos solían ser de excelente ayuda para muchos a la hora de salir adelante y de encontrar el camino correcto. Y claro, encontrar el camino correcto significaba, consecuentemente, apartarse del salón de juego.

Por ello, para Madame Nataviel y sus jefes era un enemigo. Amable e involuntario, pero enemigo. Últimamente, se había notado en el salón una leve disminución de clientes, y los jefes lo achacaron a la benevolencia de aquel hombre. Así pues, le dieron a Madame Nataviel órdenes de ser más rotunda y convincente en sus falsas profecías. Aquella pitonisa no tenía realmente espiritualidad alguna: su labor únicamente era asegurar, mediante el engaño, la permanencia de clientes en el local. De hecho, tenía contrato y comisiones. Por tanto, hacía todo lo posible por aplicar las estrategias más adecuadas. Por ejemplo, a un evidente ludópata lo convenció de que lo suyo no era tal enfermedad, sino una gran y admirable perseverancia, avalada por la carta del Sumo Sacerdote. Y a otro especialmente terco lo tuvo que asustar incluso con la carta de la Muerte, explicándole con coherencia por qué aquel local era buen lugar para burlarla.

A cada uno le contaba una historia, pero todas las terminaba siempre del mismo modo: con la bendita carta de la Fortuna. Era su as en la manga. ¿Qué mejor carta que aquélla para atraer clientes a un salón de juegos de azar?

Al terminar su jornada aquel día, vio que Salva también estaba cerrando ya su carpintería. La volvió a saludar cortésmente.

-Buenas noches, Raquel.

-Buenas noches- contestó ella, con sequedad. Le molestó que fuera tan entrañable como para llamarla por su verdadero nombre. No hay nada peor que un enemigo entrañable, pensó ella.

Sin embargo, al día siguiente, cuando regresó a su lugar de trabajo, vio que sí había algo peor. El local estaba negro, lleno de humo, y rodeado por bomberos y muchísima gente. Ella no entendía nada; pero, enseguida, sus malhumorados jefes se acercaron a explicárselo todo: la lámpara de queroseno de su consultorio se había caído encima de una vela que, fatídicamente, había olvidado apagar la noche anterior. La inflamabilidad del elemento y una posterior reacción en cadena provocaron que el fuego se extendiera por todo el salón, dejándolo completamente calcinado.

Resultado para la pitonisa: despido y denuncia.

Estaba increíblemente aterrorizada.

Entre la multitud de curiosos, pudo distinguir a Salva, el cual se dirigió hacia ella.

-Siento mucho lo ocurrido- dijo él, poniéndole una mano sobre el hombro. Madame Nataviel no dijo nada, pero él continuó hablando.- De todas formas, tenía que suceder. Los estafadores nunca juegan bien sus cartas, y el destino suele darles serias lecciones por burlarse de él.

A pesar de que era cierto, Madame Nataviel se sintió ofendida por haber sido calificada así en público.

-¡De estafadora, nada!- gritó, indignada.- ¡Tengo poderes auténticos!

Entonces, Salva clavó sus ojos en los de ella. Y, de pronto, la mujer notó que la vida se congelaba alrededor de ellos. Las cartas de tarot, movidas por una extraña fuerza, fueron saliendo de su bolso, una tras otra, y formaron un remolino. Cuando éste cesó y las cartas cayeron al suelo, el mundo volvió a moverse, como si nada hubiese pasado. Espantada, Madame Nataviel miró abajo. Todas las cartas habían caído mostrando el dorso, excepto la del Mago (en posición invertida, símbolo del charlatán) y la de la Justicia (en posición recta, justa en todo su esplendor).

-Yo también- respondió Salva. Y, ante una atónita y derrotada Madame Nataviel, regresó a su carpintería.

FIN. 

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