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Llego a casa a las ocho de la noche. La oscuridad cubre todo; hace mucho frío. Vivo en una finca a una hora y media de Medellín, en Colombia.

Una finca en clima frío, a la que accedo siempre a pie. Por fortuna es muy cerca del pueblo. En zona rural, pero a solo 1 kilómetro de la plaza de San Pedro de los Milagros; un pueblo pequeño, lechero, tímido y muy religioso.

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La suerte y el destino complotaron y me trajeron aquí; yo ateo, gay, misántropo, rebelde, periodista, hedonista y egoísta, en medio de santos y milagros. Un ateo también le sirve a Dios (Lo escribo con mayúscula por respeto y… por si acaso)

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Tras llegar a la finca cierro la enorme portada de madera y hierro de la entrada a la finca. Le pongo el candado (irónicamente es diminuto y frágil). Abro el paraguas para cubrirme de la llovizna que empieza a caer. 

Prendo la linterna de mi celular y camino con precaución sobre el suelo guijarroso y ligeramente empinado.

–  ¿Andaba en la ciudad Mauricio? –

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Me sorprende la voz que me habla desde la ebánica noche. El eco se esparce por la colina. El viento me trae rápidamente la voz de Fabián. El mayordomo de la finca.

–  Hola Fabián. ¿Andás de fantasma escondido en la oscuridad? –

–  Hombre Mauricio, los fantasmas no existen. No crea en esas bobadas. Andaba llenando los tanques de agua –

Veo a Fabián acercarse hacia donde estoy. Pasa la cerca. Da un traspié con una piedra (sin ser un paso torpe de su parte. El suelo está destapado y hay piedras y desniveles por todos lados).

Me extiende su mano y me saluda amablemente. Le cuento que, efectivamente estaba en la ciudad; en Medellín, llevando documentos. Fabián ha vivido aquí desde hace 8 meses. Desde hace 3 años la casa grande está desocupada. Ahora llegué yo a habitarla hace un par de meses.

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Fabián me hace compañía mientras caminamos hacia mi casa y después sigue adelante hacia la suya que está muy cerca. Antes de perderlo de vista, lo llamo y le pido que regrese porque necesito pedirle un favor. El apura el paso (por la llovizna) y se cubre bajo mi paraguas.

–  Dígame Mauricio –

–  ¿Les puedo tomar fotos a tus manos? –

–  ¿Y eso para qué Mauricio? –

–  Quiero hacer un escrito sobre el trabajo –

–  ¡Ah! Hombre claro Mauricio. No hay problema –

–  Gracias Fabián. Mañana o pasado mañana bajo a tu casa entonces –

–  Con mucho gusto Mauricio. O yo subo acá a la suya –

–  Vale Fabián. Mil gracias –

–  Para eso estamos Mauricio. Con mucho gusto –

–  Pasa buena noche entonces –

–  Igualmente, Mauricio –

Fabián retoma el paso hacia su casa y yo entro al jardín de la mía. Entro en la casa, dejo el paraguas escurriendo a la entrada. Prendo las luces, me quito la chaqueta. Pongo hacer café y pienso en el trabajo que hace Fabián.

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Recuerdo la única vez que se ha sentado aquí en mi sala a conversar y a contarme alguna cosa sobre su vida mientras tomamos café.

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Fabián dejó de estudiar cuando estaba en tercero de primaria. Se dedicó a trabajar el campo porque quería plata y una casa. Logró las dos cosas y tiempo después las perdió.

Tiene 34 años es campesino de cabo a rabo, consumado, hecho y curtido por el sol y la lluvia. Casado, con hijos, desconfiado, amable, servicial. De ojos verdes. De sonrisa amplia y generosa. Es maduro, pausado y sabe que quiere otra casa y plata.

!Y sus manos!. Pues ya verán sus manos. Son; de hecho, el campo. Fuertes, poderosas, gruesas, cicatrizadas y hablan a grito y empuñadura de cómo se trabaja en el campo blandiendo azadón y apretando tetas de vacas desde las 4 de la mañana bajo el frío y muchas veces bajo la lluvia y el sol.

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«Las manos de Fabián merecerían estar aseguradas, por cientos de millones de pesos; son valiosísimas para el mundo. ¡Que el universo proteja esas manos de Fabián!»  

Por otro lado; yo tengo 41 años, soy periodista. Citadino desarraigado y en búsqueda de mi lugar en la humanidad. Trabajé y logré tener mi casa y plata y ambas cosas las perdí también. Renuncié a la ciudad, al mundo corporativo, a esos trabajos pretenciosos en agencias y corporaciones; renuncié a la contaminación, al ruido, a la estática, a la pesadez del espíritu. Renuncié a la muerte y busqué la vida en el campo.

web10.jpgLlegué a esta finca y desde aquí estoy trabajando. Busco ser libre. Quiero convertirme en escritor, no pretendo ser campesino, no puedo serlo, se necesita demasiado talento y talante para serlo, yo sólo soy escritor. Ando buscando…me.

Escribo hasta la madrugada. Hasta que me duelen los dedos, hasta que me duelen las manos; hasta que el frío congela mis tobillos y mis codos. Con estas manos delgadas, finas, siempre cuidadas, pero resistentes y hábiles con mi herramienta, escribo sin parar y saco provecho del silencio del campo.

Por ahora escribo para mí. Desde que estoy aquí, en esta cabaña grande (demasiado grande para mí solo) sueño con mi primera novela.

Muchas veces he tenido que parar mi trabajo porque a eso de las 4 de la mañana escucho a alguien con su voz grave y profunda llamar a las vacas. Fabián empieza su jornada de trabajo a la hora que yo termino la mía.

Ambos tenemos sueños, de hecho, similares. Y ambos hacemos uso imparable e incansable de nuestras manos. Yo un neo-campesino irrelevante y de nulo conocimiento natural y el un campesino real de aspecto medieval, de nulo conocimiento académico, pero de infinita sapiencia natural.

Usamos el trabajo para mantenernos vivos ya que no hay más opción y para suerte de ambos, estamos haciendo lo que nos gusta.  Lo que sabemos. Lo que conocemos. Para mi y para Fabián, el trabajo es nuestra propia libertad. 

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