Abrir los ojos y pensar en los pasos que seguiría durante el día, era el principio de la jornada. Correr a guisar un huevo revuelto para meterlo en un bolillo era lo más importante para comer en el día, porque de lo contrario tendría que probar nuevamente los tacos de chapulín y no me gustaban, para nada, sus patas tostadas se metían entre mis dientes y no podía sacármelas; las madres de los alumnos me invitaban a comer con mucho cariño sólo que sus aimentos eran extraños en mi paladar. Algunas veces comí nopales con jitomate y cebolla y otras huevos de hormiga aunque ninguno de esos guisos fue mi favorito.
En el pequeño lugar rodeado de cerros, muchos árboles y arroyos de agua cristalina, desde que escuchaban el silbido del tren corrían al gran árbol frondoso que servía de estación para ayudarme a bajar; con gritos y aplausos celebraban mi grotesco brinco en volandas ya que el coloso de hierro nunca se detenía y sólo aminoraba la velocidad un poco para que los pasajeros pudieran saltar sin complicaciones; luego, seguía su marcha por entre la sierra, aullando y tosiendo diciéndome adiós y era cuando mi pecho empezaba a desbocarse por la aprehensión. Un miedo extraño se apoderaba de mi al pensar en lo que haría con esos niños que confiaban en que yo representaba a la maestra que les enseñaría a leer, escribir y hacer las cuentas básicas. Miedo porque era una dolescente valiente y atrevida sin herramientas docentes, sólo el valor que me daba haber conseguido ese empleo.
El recreo era la parte emocionante del día cuando hacíamos los equipos para jugar beisbol, un leño y varios estropajos amarrados sustituían el bat y la pelota, sin guantes y con bases de cartón reíamos a carcajadas durante media hora que duraba el juego, luego volvíamos al salón de clases para resolver problemas o practicar ortografía. Mi modelo para enseñar lo copié de mis maestros que afortunadamente fueron por vocación y amor a la enseñanza. Mi porrista siempre fue mi mamá, su confianza en mi cordura me emocionaba muchísimo y siempre me enviaba al trabajo con un tu puedes, eres mi hija.
Cuando el tren daba vuelta en la curva y lo perdía de vista, empezaba a caminar hacia la choza que servía de escuela a los niños de ese lugar, llevaba un gis, una libreta y un borrador de pizarrón que me había prestado mi maestra de primaria; algunos de mis alumnos eran mayores en edad que yo que con sólo catorce años fui contratada para ser docente en esa ranchería de personas verdaderamente marginadas, que sembraban maíz, frijol y algunas verduras regadas por el temporal. Mis clases constaban de conocimientos básicos de aritmética, de historia, ciencias y civismo por la mañana y en la tarde deportes y manualidades para terminar justo antes de que regresara el tren para subir corriendo y saltar al estribo sin caer y muchas veces mis alumnos tuvieron que jalar mi mano y elevarme para regresar felizmente cansada a mi casa.
El tren recorría el sinuoso camino pleno de vegetación y al mirar por la ventanilla se distinguían en ocasiones algunos coyotes y venados, también la oscuridad de los túneles que se incrustan en las entrañas de la sierra son testigos mudos del paso de los viajeros.Es cierto lo que dicen que al regreso me devuelvo en un árbol por la velocidad con que pasan ante los ojos y dan la impresión de que es el tren el que está suspendido. El monótono roce de las ruedas con las vías entonaba una rítmica ensoñación y en esos momentos era cuando elaboraba los más locos planes para mi futuro, uno que se fue forjando desde esos momentos mágicos viajando en la mañana y en la noche, todos los días en el ferrocarril.
A la entrada del pueblo donde vivía con mi madre y mis siete hermanos, lo primero que se divisaba era un largo puente que embellecía mi nostalgia al recordar y en la estación, invariablemente mi abuelo esperaba mi llegada, siempre afirmó que le encantaba escuchar mi historia diaria con mis alumnos pero yo sabía que era para cerciorarse que llegaba a salvo y sin ningún rasguño ni en el cuerpo, ni en el alma. Mi abuelo era un roble para mi familia, su figura sostenía nuestra integridad física y emocional por la falta de un padre que murió muy joven.
Luego de tres años de ser maestra sin preparación, mi abuelo se enteró que existía un internado para mujeres donde podía estudiar cuatro años para ser una verdadera Profesora de Primaria y después de mucho pensar, de discutir y de llorar, me fuí a formarme como profesional en la primera etapa; luego estudié también cuatro Licenciaturas, una Maestría y un Doctorado, todo en Docencia.
Es curioso que de esa manera empecé a tener mi primer trabajo en el que laboré cuarenta años sin interrupción, día a día con niños de primaria en distintos lugares, pero el inicio se grabó en mi con entusiasmo y emoción.
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