DE GRETA Y OTROS OFICIOS DE CANTINA

DE GRETA Y OTROS OFICIOS DE CANTINA

Fran Nore

18/05/2016

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 Cuando Greta abandonó definitivamente la casa donde vivía, ya sabía que su destino era trabajar de prostituta en alguna cantina de mala muerte o en un sex-shop. Greta, una hembra grande y seductora, con una mirada salvaje. Los hombres de la cantina se acercaban a ella a jalarle el sexo con un flirteo queriendo consagrarse a sus favores. El rostro de Greta era apasionado y musical, sus rasgos habían adquirido características felinas, sus ojos marrones encendidos, su caminata por la cantina, acaso melosa y sospechosa, incitando pasiones peligrosas. Como era de suponer, alguno que otro hombre se sobrepasaba con ella, tocándole los glúteos o los pechos. Aunque a veces los clientes la sentían inasequible. Pero ellos sabían con certeza que podían pagar sus deseos locos de sexo. Gustaban de jugar con las muchachas que adoptaban una altiva actitud de entrega. Greta, no parecía preocuparse demasiado por estas cosas de los hombres. Claro que los dueños del lugar la empujaban a ser cortés y amable con los clientes y poder así sustraerles el dinero. Ella se había ido acostumbrando a los ensayos de baile casi desdeñando todo lo que ocurría a su alrededor en una actitud desatenta. Las otras mujeres: Lucia, Karla y Mala, la mantenían bajo vigilancia, aislada por su misantropía, y la acosaban a carcajadas preguntándole muchas cosas de su vida. Molesta, accedía a narrar sus travesuras amorosas, que llenaban de complacencia a sus morbosas compañeras, prostitutas a sueldo. A Greta le regalaban ramos de flores rojas después de bajarse del escenario, le enviaban mensajes en hojas de cuadernillo, le escribían en sucias servilletas posibles encuentros, entre puñados de letras sin ortografía. Otras veces le mandaban cartas tachadas y le dedicaban poemas y dibujos surrealistas. Pero luego de que se afianzó su fama en la cantina y creció su popularidad como diosa del placer, estaba mucho más asediada por hombres y mujeres. Para ella el baile era el retorno de la felicidad a su realidad más inmediata, después de todas las inmerecidas tragedias de su familia de clase baja. Se sentía bella, salvaje y joven, daba rienda suelta a los sentimientos más ocultos a través de su cuerpo. Cuando terminaba una presentación, solían seguirla hasta el camerino unos apasionados adolescentes. Como era de suponer, los hombres más jóvenes se inventaron muchas historias y cuentos fantásticos, y tal vez atroces sobre ella. Por otro lado, las mujeres parecían adorarla y odiarla al mismo tiempo. Los dueños de la cantina organizaban grandes fiestas. Los invitados siempre eran apuestos jóvenes de rostros eternos y mujeres que cantaban y reían rarificando su belleza. Formaban los clientes una comparsa de alegría y de amistad. Emergía en la atmósfera la música ligera y quebradiza. Y giraban en torno a los juveniles e improvisados músicos y cantantes las parejas de bailarines aplaudiendo como cristalinas mariposas al despegar vuelo. Se observaba a las mujeres libidinosas que besaban a los hombres. Todos reían agraciados, cantando y bailando, inmersos en una diversión explosiva. Y las canciones y los corros de los improvisados cantantes y bailarines más jóvenes hacían olvidar conjuntamente todas las disputas y desavenencias, sobre todo con Greta. El rostro de Greta había adquirido características felinas, sus ojos eran diamantinos, pardos o marrones. Y como era de suponer, los acalorados hombres de la cantina y de la calle se inventaron extrañas historias y cuentos inverosímiles sobre ella. Algunos afirmaban que después de cantar salía a la calle a encaramarse en los tejados de las casas a atrapar pájaros solitarios. Otros, que asistían a sus presentaciones, afirmaban que cuando bailaba su cuerpo y sus ojos diamantinos parecían de bestia hambrienta. Todas estas historias fueron producto de la imaginación de los hombres fervientes de su sexo y de las mujeres que poéticamente le tenían una envidia apasionada. Y aunque las otras rameras, los meseros y los aseadores y alguno que otro cliente le tenían a Greta cierta reserva, también sentían hacia ella un poco de necesario afecto. Las exageradas historias acerca de ella la tenían lastimada en su amor propio, pero no impedían que siguiera bailando y acostándose con los clientes por dinero. A veces, se robaba toda la atención de los apuestos clientes que visitaban a altas horas los reservados. A las mujeres se les notaba el brillo argénteo en los ojos. Chocaban las humedecidas miradas de las mujerzuelas y de los hombres entre el sofoco de una agravante canción ciclónica que inundaba la estancia.  

  – Hola, me llamo Ernesto. ¿Hace mucho trabajas acá? ¿Cuánto cuesta una noche contigo?  

  – Algún dinero considerable… 

  – Vente conmigo esta noche, y la pasamos juntos…  

  Entonces Greta levemente se conturbaba.

  – No puedo, debo salir a bailar dentro de unos instantes…  

  – ¿Qué tal después del show…?  

  Entonces ella simulaba reírse y agradar la masculina ocurrencia de Ernesto, un hombre bien parecido, de unas cejas tupidas. Un hombre de pérfidos malabares. Con una gran polla. Descubría que era Greta una extraviada y férvida prostituta albergando sentimientos cambiantes, carnales y lujuriosos.  

  – Entonces… ¿Te vienes conmigo? 

  – Sí. Después del show…

  – Yo espero que termines tu evento. ¿Cuánto dura tu interpretación?

  – Veinte minutos.  

  – Bueno. Yo te espero…

  De pronto, la música a todo volumen profanaba la cálida conversación. Ernesto abría enormemente sus grandes ojos café verdosos, embelesado con ella. Descubría que esa mujer sólo era una ramera más del prostíbulo, una sombra extraña con precio, impregnada de las palpitaciones de su desesperante vigilia en el antro. Los cabellos de Ernesto eran níveos. Sucedía que la presencia de Greta aliviaba su mirada de domador. El rostro de Greta se descomponía en el desvelo de la noche. Se le corría la base del maquillaje exagerado, sus manos y sus piernas mecidas por el siroco de las oscuras montañas que rodeaban la ciudad iluminada. Se estremecía todo su ser de pies a cabeza, llenando de pasión su corazón, mientras que en lánguido abandono, estallaba en la sudorosa zarabanda cuando salía a bailar al escenario de la cantina las canciones de moda.

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