Una mañana gris el pueblo amaneció distinto. Los pájaros volaban rápido, huyendo del traqueteo de las furgonetas de reparto que entraban al empedrado del centro. El sol asomaba detrás de la iglesia. Al fondo, los tractores salían a faenar. Pero había algo diferente, se respiraba una ausencia, como en una película de miedo un 31 de octubre…
El alcalde salió pronto a hacer sus recados, y se encontró con un grupo de vecinos expectantes frente a la panadería. Después de 60 años de pan, galletas y mostachones, ese día se encontraba cerrada: gris, oscura… Se adivinaban sombras matutinas por entre las venecianas. Los hornos parecían nichos vacíos, y los sacos de harina amontonados en la puerta hacían las veces de cipreses vigilantes esperando su turno.
Haciendo uso de su autoridad, el alcalde calmó las aguas: los «yo me encargo, volved después» y otras frases similares no terminaron de causar efecto, pero consiguió algo de espacio para llamar al alguacil. Consiguieron entrar, y subieron a la vivienda de la panadera. La dueña de ese olor tan característico -conjunción de unas condiciones únicas de este pueblo, gracias a la fina harina, al río y al propio arte de las gráciles manos- yacía tumbada en diagonal sobre la cama. La imagen no auguraba nada bueno: la boca abierta, un brazo caído…
Ambulancias, reanimaciones y exámenes médicos mediante, resultó quedar en un susto.
Las campanas repicaron con fuerza cuando esa misma tarde volvió a abrir la panadería. El alcalde anunció a los cuatro vientos, bocadillo en mano, que acudiesen todos a comprar. No era concebible que el alma del pueblo, el pan o su creadora (quizá inseparables), no hubiera podido pagar un tratamiento médico. Y todo provocado por el hecho de no querer subir los precios a sus amados vecinos. Porque, ¿cómo iba a subir el precio del pan? Algo tan básico, tan querido, tan cotidiano, tan humano… Tan importante en definitiva.
Pero lo mejor de esta historia es que a veces hace falta romperse un dedo para valorarlo, echarlo de menos. Y la esencia del pueblo volvió a hornear y a vender su pan y a llenar de felicidad las tardes de los niños y los desayunos de los mayores. Se llama Juani, y a sus 76 sigue haciendo pan. No puedo dar más datos porque me pidió cierto anonimato: no quiere que su trabajo se reduzca a un reportaje en televisión o a una contraportada de periódico. Quiere ayudar a la gente con su miga de pan. Y lo consigue. Tenéis que probar su chapata romana.
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