Se murió el viejo panadero de una muerte no aclarada. Lo encontraron tendido, en paz, con una brecha considerable en la parte alta de la nuca. Ya era mayor, lo suficiente como para haberle dejado la profesión al hijo hacía ya quince años, y también lo bastante como para caerse y desnucarse y que se zanjara como un accidente propio de un anciano.
Su único hijo, el actual panadero, se llamaba Román: un hombre por todos conocido en el pueblo. A sus cuarenta y pocos quedaba huérfano, y huérfano del todo: a la madre se la había llevado una gripe hacía ya quince años, un poco antes de que el anciano panadero le legara la profesión. Y huérfano de otras cosas, porque nunca tuvo Román una mujer, una familia. Todo lo que le quedaba, ahora, era la panadería con el viejo horno: el oficio familiar, con el que estaba casado desde hacía tres lustros.
Había pasado ya un mes del entierro, y durante un mes el horno de la panadería nunca amaneció encendido. En el pueblo, el pan también parecía guardar luto. El padre de Teo, viejo amigo del fallecido, tuvo una idea.
—Visítale, a Román, y pídele que te muestre cómo se hace el pan —dijo a su hijo—. Le animarás.
Teo se encogió de hombros.
—Igual te cuenta la receta secreta —le guiñó el ojo el padre.
Ahí se interesó el niño, y preguntó que a qué se refería.
—Es una receta que ha pasado de generación en generación, desde hace dos siglos —dijo el padre. —Ahora, ya solo la conoce Román. Sólo él, en todo el mundo.
Eso intrigó a Teo. Al día siguiente visitó la vieja panadería: un edificio pequeño, cercano a la ladera, erguido desde los orígenes del pueblo. Sus paredes de ladrillo cano parecían acariciadas por décadas de humo y lluvia. Entró el niño por la puerta abierta; al fondo, el misterio del horno antiguo; cerca, el panadero.
Saludó a Román, mientras se aclimataba a la penumbra, al aroma de leña acumulada. En el silencio, el hombre se irguió para devolverle el saludo: era un individuo espigado y de gran testuz, fisonomía prieta y ropas ajadas.
Teo le pidió el favor. Quiero que me enseñes cómo se hornea el pan, dijo. Román accedió, con una sonrisa cansada.
—Te lo enseñaré —dijo—. Es una ciencia vieja, como las piedras.
Y, en aquel espacio de media luz y bruma de magias antiguas, Román preparó la mesa, esparció sobre ella una montaña de harina de trigo previamente cernida. Con ella iba a elaborar la masa.
Las manos del panadero se sumergieron en la harina. Teñidas de blanco, eran breves pero robustas, y ásperas como la piel de un árbol. Sacó un colador color corteza que fue dejando, en cada zarandeo, fluir la harina fina.
—Es tu padre, ¿verdad? —preguntó Román, con una sonrisa alargada, sin apartar la mirada de la tarea—. Tu padre te ha dicho que vengas a verme.
Teo dijo que no, que no, que había sido idea suya. Sintió vergüenza.
Sin darle importancia, Román calculó la harina, mezcló ingredientes. La sal, medida entre las manos. La levadura y las especias. Se preguntó Teo si esas añadiduras compondrían la receta secreta.
—Es una vida muy dura, la de panadero —dijo Román, como pensando en voz alta.
La harina formó un volcán; en medio, el artesano derramó con ternura el agua, que cayó murmurando.
Por fin formó la masa, sólida y maleable, grande como un cadáver. La meció. La masajeó. Un poco más de agua, adherida a sus manos breves y fuertes. Amasó, adelante y atrás. Sintió Teo, mirándolo, que había algo de violencia en esa ciencia.
—¿Cómo es tu padre? —le preguntó al niño—. ¿Es bueno contigo?
—Bueno… —dijo Teo—. Sí. Está bien, supongo.
Sus manos siguieron amasando, como estrangulando un cuerpo inerte de forma metódica, turbadora.
—Ya, pero ¿intenta que hagas la vida que él quiere? ¿Trata de marcarte el camino? —insistió.
No supo Teo qué decir. En un momento dado, la masa se llenó de agujeros por dentro. Román anunció que estaba lista. Sacó de un cajoncito una herramienta con filo curvo y cortó un pedazo. Zas, movimientos rápidos. Otro pedazo, de igual tamaño, y otro, y otro.
Luego, los amasó, uno a uno, con coreografía largamente practicada.
Las nuevas formas, círculos perfectos, le parecieron a Teo de pronto bellas, como cuerpos desnudos. Plenas de sencillez animal, ni florituras egipcias ni avellanas romanas, ni colores ni adornos de azúcar. Nada: solo el pan, blanco y desnudo. Román acarició uno de los círculos de masa y sacó un cuchillo de mango negro. Sobre su vientre volteado hizo el corte. Zas, zas, zas. La carne se abrió, blandamente, al paso del filo.
Uno a uno, cuerpo a cuerpo. Heridas salvajes. Después, retiró con suavidad cada bola de masa, marcadas por el cuchillo y reposando en orden en la mesa enharinada, y puso sobre ellas una tela blanca. Así fermentarán, aumentarán el volumen. A Teo le pareció una ristra de cadáveres enfriándose bajo un manto.
El horno ya había ido calentando. Le acompañó a Teo la bruma, el aroma a leña. El panadero extrajo los pequeños cuerpos de bajo la tela blanca, ya hinchados. Y entonces sacó una larga pala de madera, de cabeza plana, para colocarlos sobre ella.
—Debes cuidar de que nadie te diga lo que has de hacer —dijo, colocando las bolas sobre la parte plana de la pala. Una a una, hermanadas en su sacrificio final.
Y, aferrando el mango de madera, hinchándose los músculos de sus brazos, lo levantó para introducir la pala en el horno, que humeaba. Entonces Teo se dio cuenta de un detalle muy breve, muy fácil de ignorar: que en la esquina inferior de la pala había una muesca y en la muesca, sangre.
—Nadie. Nadie debe decirte qué hacer con tu vida.
La pala entró en la boca del horno, desapareció; se sucedió una espera crepitante como las llamas. Durante mucho rato, Teo no se atrevió a preguntar nada. Miró al fuego, al otro lado de la puertecita de metal.
Minutos después, sacó el artesano los panes para contemplar su mágica metamorfosis. Crujientes, dorados, las heridas se habían cristalizado en los vientres formando artes paleolíticos. El aroma le alcanzó a Teo, suave y vehemente, como un abrazo de regusto tostado a bosque, a hogar.
—Esta es la última vez —anunció Román—. Lo he decidido. Es la última vez que voy a hornear pan.
Rato después, Teo salió de la panadería con varios círculos hermosos de pan en el regazo, regalos palpitantes. Dejó de nuevo al panadero en su reino de la soledad, y jamás contó lo que había visto dentro aquella tarde: ni la receta, ni la conversación, ni la pala, ni la despedida.
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