Esto que sientes ahora se llama tristeza, pero tú no lo sabes, no todavía. Esto que sientes ahora, tú lo llamas ganas de llegar a casa. Son parecidas. Pero se llama tristeza. La tristeza solo se te pasa de una forma. Eso tampoco lo sabes todavía, pero hoy es la primera vez que lo intuyes.

Tienes siete años y estás en clase de plástica. En menos de quince minutos este día habrá terminado, Tatá te esperará en el patio, os iréis caminando a casa, haréis vuestra parada diaria, las manos calientes, tus ojos tiernos, el banco. Menos de quince minutos. Pero eso tampoco lo sabes, todavía no entiendes bien la diferencia entre lo que dura un minuto, una tarde, un día difícil.

Cara de pan. Aprietas una cera de color azul contra el papel. Cara de pan. La niña de quinto B, la del pelo rubio y hojaldrado, recogido siempre en dos trenzas de espiga, te ha llamado cara de pan en el recreo. Sus dos amigas, una a cada lado, como sus trenzas, se han reído enseñándote los dientes, en una sincronía tan perfecta que te has asustado.

Crees que es un insulto, pero no sabes por qué lo crees, no estás segura siquiera. A ti te encanta el pan, ¿cómo puede ser eso un insulto? ¿es acaso malo tener la cara como un pan? ¿tienes tú la cara de un pan?

Tienes ganas de llorar, pero no lloras. En diez minutos te pondrás tu chubasquero y la mochila amarilla, bajarás las escaleras entre otros tantos pies diminutos y veloces, el frío te golpeará en las mejillas y pensarás si eso te acaba de pasar porque tienes cara de pan.

Cara de pan ¿de qué pan?

Entonces, entre todo ese mundo adulto que cada día espera vuestra salida con los brazos abiertos y el bocadillo crujiendo bajo el papel plateado en una bolsa de tela, como si esa misma escena no hubiese ocurrido ayer y no fuese a ocurrir mañana, la verás a ella.

Tatá. Su abrigo de paño, del color de la hogaza tostada que compráis en verano. Su sonrisa ancha, su bufanda, su bolso en el que cabe todo tu mundo, sus manos repletas de arrugas en las que cabes toda tú. La verás, correrás hacia ella como todos los días, rodearás con tus brazos su cuerpo como todos los días, te dará un beso en la cabeza como todos los días y tú, como todos los días, pensarás si todas las abuelas del mundo olerán así, a casa.

Y, como todos los días, con tu mano pequeña entre sus dedos, os despediréis de otras abuelas que han venido a buscar a otras nietas, caminaréis calle abajo, cada vez más deprisa porque quieres llegar ya, ella se reirá y te dirá, como todos los días, que nadie os va a quitar vuestro banco.

En siete minutos pasará todo eso, pero tú solo puedes pensar en esa pregunta ¿Tatá, tengo cara de pan? ¿Es malo tener cara de pan?

Giraréis a la derecha, después por la perpendicular, después esperaréis a que el semáforo se ponga en verde, pero tú, desde ahí ya podrás ver, como todos los días, el letrero rojo de La Gloria. Desde que empezaste el colegio tu abuela te lleva todos los días a comprar la merienda a La Gloria. Tú crees que es la única panadería que existe en el mundo, ni conoces otra ni crees que sea posible que eso vaya a ocurrir jamás.

Elegirás el mollete o la rosca candeal pequeñita, porque la grande no te dejan comértela entera, o quizá la francesilla, lo que quiera mi niña, te dirá Tatá mientras compra el pan para la cena, siempre el mismo, el de los piquitos tostados que crujen cuando los tocas, el que huele a domingo y tiene la miga tan esponjosa que te gustaría dormirte dentro de ella.

Gloria, la panadera, la única panadera que crees que existe en el mundo porque ni conoces otra ni crees que sea posible que eso vaya a ocurrir, te dará tu elección envuelta en una servilleta de papel, te volverá a decir, como todos los días, que quien sabe valorar el pan sabe valorar el arte y tú no lo entenderás, pero intuirás que es cierto.

Y saldréis a vuestro banco, Tatá y tú, tus manos minúsculas rodeando tu triunfo calentito, Tatá mirándote como solo las abuelas saben mirar, tú paladeando ese momento, vuestro momento, vuestra panadería, vuestra Gloria, vuestro banco, vuestra merienda, vuestro ritual, el recuerdo al que siempre querrás volver.

Todo eso pasará en tres minutos y tú solo quieres abrazar a Tatá y preguntarle de qué tipo de pan tienes cara. Pero un día, no serán tres minutos. Habrán pasado años y tú tendrás doce y Tatá seguirá viniendo a buscarte pero por algo que no comprenderás bien ya no querrás bajar por la calle dándole la mano y después descubrirás que existen otras panaderías y tendrás quince e irás espaciando cada vez más vuestras meriendas y querrás volver sola a casa y ella te dirá lo que quiera mi niña.

En dos minutos hundirás la cabeza en su abrigo que huele así, a casa, y tu tristeza estará a salvo, pero dentro de muchos años, el día que apruebes la selectividad, se abrirá la puerta de casa y Tatá aparecerá con tu pan favorito para comer, el de los piquitos tostados que crujen y la miga esponjosa, os abrazaréis emocionadas, le dirás que no sabes qué estudiar y te dirá lo que quiera mi niña. Y un par de años más tarde, cuando te rompan el corazón por primera vez, volverás a hundir la cabeza entre sus brazos que seguirán oliendo así, a casa, pero estarán más frágiles y en esa fragilidad verás un aviso que no querrás ver, así que cerrarás los ojos y estarás en un banco merendando. Así es como se te pasa a ti la tristeza y eso lo vas a descubrir hoy.

Y un día, después de La Gloria cerrada pero con su horno funcionando para mandaros pan a casa, de las calles vacías, de un virus paralizando el planeta, de esa tos, de tragar miga para que se pase, de la incomprensión. Después de todo eso, y en medio de todo eso un día, Tatá se irá. Y tú, que habrás perdido un trozo de ti, pero ya sabrás cómo se te pasa la tristeza cerrarás los ojos y será hoy y quedará un minuto.

Pero eso será dentro de mucho tiempo. Ahora estás bajando las escaleras, los ojos llenos de lágrimas porque no sabes si tu cara es de hogaza o de baguette, el mundo adulto esperando, Tatá, su abrigo, su bolso, su sonrisa, tu cabeza entre sus manos, su olor. Ya está. Estás en casa. Quieres dilatar ese momento, memorizar ese olor para poder volver siempre que te pierdas, levantas la mirada, aprietas fuerte tus brazos contra su cuerpo, le preguntas si hoy puedes merendar un candeal de los grandes. Y ella, que huele a casa, ella que conoce cada signo y cada gesto de tu cara, de tu cara de pan tierno y reciente, te contesta:

Lo que quiera mi niña

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