Acabado el día, fui a tirar los desperdicios, la basura a su contenedor habitual. Estaba repleto, saturado a tal punto que habían incluso bolsas, cajas, conjuntos heterogéneos de residuos hasta por fuera, alrededor de su cubículo urbano diseñado para ello. Al disponerme, ordenadamente dentro del desorden, a dejar mi contribución residual a tal símbolo inequívoco de la presencia humana, vi una bolsa con casi una docena de panes, desechados, supuse, por su dureza y pérdida de frescura.

Fue cuando con la ineludible presteza de un haz de luz, me vino a la cabeza un recuerdo de mi vida universitaria.

La profesora miraba al suelo, en actitud semi-reflexiva, a la espera casi fingida de la inspiración, para captar la atención del aulario, con su mano derecha sobre sus labios, como si estuviese moldeando las palabras que iba a recitar. Levantó la vista a esa ya extinta aula en pendiente de otra época: “El ser humano es como el pan. Antes de cocerlo, la masa resultante de la mezcla de harina, agua y levadura, es dúctil y maleable, podemos estirarla, comprimirla, aplanarla, hacer las formas que uno desee, sin prácticamente un límite plástico físico. Una vez el artesano, el panadero con sus manos, pero en este caso un elemento alegórico, que podría ser un conglomerado único e individual de la sociedad, la educación, su círculo de amistades, padres, etc. han tenido su influencia con su dosis diferencial y única; pues también hay un momento en que la masa se puede agotar y convertirse en inservible para su propósito, ya se dispone el elemento final, con su forma y dosis de ingredientes inevitablemente propia, para ser horneado.

Cuando ya se ponga en el horno empieza la cocción. Un proceso donde la temperatura, pero sobre todo el tiempo va a condicionar la obra final. Si es excesivo se tostara demasiado y si es carente quedara crudo e inacabado. De cualquiera de las maneras quedará un pan desaprovechado para lo que podría haber sido. La forma inicial, blanda y deformable, es sustituida por un elemento con más matices, crujiente por fuera y esponjoso por dentro. Es su zenit, su mayor periodo de esplendor. Pero, al pasar el tiempo, va perdiendo la frescura y con el aire, la temperatura exterior y otros factores ambientales, va alcanzando progresivamente una consistencia dura hasta ser pétrea y no ser prácticamente comestible ni influenciable por los elementos ambientales externos.”

Tras ello, la clase estaba en silencio. Como si todos los alumnos fuesen un solo organismo, que permanecía callado, pensando, barruntando la lección de la profesora. Fueron unos segundos que parecieron horas. La profesora alzó la vista haciendo un barrido general con la mirada de todo el auditorio y lanzó al aire: “¿No hay ninguna pregunta o comentario?”.

De nuevo un silencio, sepulcral, no tenso ni incómodo pero sí reflexivo. Una mano por las últimas filas se alzó, una alumna. Con un levantamiento de cejas acompañado del movimiento del cuello, la profesora le concedió la palabra.

“Entonces, si usted dice que en un principio somos maleables, manipulables o más bien influenciables por todo lo externo y una vez ya horneados, como el pan, no hay vuelta atrás y ya no somos permeables, ¿significa que ya nunca más podremos cambiar ni aprender cosas nuevas que nos influencien? ¿No hay posibilidad alguna de cambio?”

La profesora asintió durante unos largos segundos mientras deambulaba de un lado a otro de la pizarra. Todos creíamos que la aclaración de nuestra compañera era la confirmación de tal desesperanzadora lección.

“Esperaba una duda al menos. Una discrepancia, alguna disconformidad en un mensaje tan poco esperanzador y cautivador.

¿Es que el pan si se vuelve duro no se puede salvar de ninguna manera? ¿No hay forma de que por algún tipo de influjo se rescate?”

La profesora hizo la misma maniobra con los ojos y la cabeza, buscando la complacencia del auditorio, esta vez sin esperar la intervención de nadie, como nexo de unión estético a su discurso.

“Bien es verdad que una vez el pan está hecho no es posible revertirlo a otra forma y que su vida va a contrarreloj, tendiendo a una dureza que no lo hace comestible, pero…” De nuevo alzó la vista a toda la clase. “¿Y si lo tostan? ¿Y si lo mojan y después lo ponen al horno? ¿Y si se congela? Sin recuperar la frescura de cuando estaba recién hecho, un factor como el calor, el agua o el frío del congelador pueden rescatarlo o mantenerlo. Quiero apartar de su imagen que el discurso inaugural de su primer año en la facultad fuese un debate gastronómico sobre cómo aprovechar el pan reseco o pasado, aunque hay miles de recetas hechas con pan duro incomible para cualquier mandíbula que lo convierten en un ingrediente primordial, pero así creo que no olvidarán unas ideas fundamentales acaben donde acaben y cómo acaben. Nunca nada está perdido y siempre aunque no parezca, hay posibilidad de aprender y mejorar, nunca se es demasiado viejo para ello. Que vuestra vida este llena de esa agua y ese calor que pueden rescatar el pan duro y convertirlo en tierno y ese frío que permita congelar el momento que estén viviendo para revivirlo como si estuviesen allí.

Sé que ahora son jóvenes, sé que los años que vienen posiblemente para casi todos sean los más felices y productivos, esa juventud sedienta de aprender y conocer, pero si dejamos que el resto de nuestra vida esté repleta de elementos que impidan que nos hagamos seres ásperos, rudos e impermeables, no llegaremos nunca a ser un pan inservible, duro y fácilmente reemplazable por otro.”

Me acordaba casi palabra por palabra de ese discurso, de esa lección de vida. Me fijé de nuevo en el contenedor, en esa bolsa blanca de plástico con varias barras de pan y me di cuenta que también mis abuelos tenían razón cuando decían que tirar el pan era pecado. Pues siempre es aprovechable y rescatable, por muy duro que esté.

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