Muchas de las familias habían tenido que dejar el pueblo y viajar a las ciudades, la violencia ya no les permitía vivir en ese pueblo de sus antepasados. Algunas familias destrozadas por la muerte de uno o más de sus integrantes, o porque aquel joven se había ido tras ellos buscando eso que no encontraba al lado de sus viejos, otras con menos dolor pero igual incertidumbre al partir. La familia de Daniel, no tenía lujos, pero si unos lazos muy estrechos con sus raíces, con aquello que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían hecho todos los días de su vida, pan.

Ahora se encontraban en esa ciudad de grandes edificios, calles pavimentadas, gente corriendo a sus trabajos, ruido de buses y de carros. Habían salido del pueblo con unas pocas pertenencias: la ropa, los santos, un carro de juguete de Daniel, algunas fotos familiares casi siempre frente a la panadería, los pocos ahorros que tenían, quizás para darle un mejor futuro a Daniel. Lo que habían podido guardar en dos morrales. Llevaban a cuestas la tristeza y preocupación de sus padres y el dolor de su abuelo.

Pero allí estaban, tratando de vivir. Lograron ubicarse en una casa de inquilinato, en un barrio sombrío, quizás por la tristeza de los que allí vivían.

Su padre salía muy temprano, antes del amanecer, al rebusque que le permitiera llevar unos pesos en la noche, para solventar el hambre y comprar las medicinas del abuelo. Su madre se quedaba cuidando al viejo que se deterioraba cada día como si fuera un año. Daniel que a pesar de sus limitaciones siempre había llenado la casa de alegría, ahora permanecía sentado en el andén, con la mirada fija en el piso, perdido.

Fue un domingo, su padre los llevo a caminar por el centro de esa gran ciudad. Lloviznaba y el cielo estaba gris. La calle estaba llena de personas que caminaban rápido con sus sombrillas. Ellos debajo de un alero de una casa vieja, esquivando la lluvia y la mirada despreciativa de la gente. Pero de esa casa vieja, salió ese olor mágico. Los ojos de Daniel brillaron. Caminó hacia la puerta, y allí quedó extasiado. Los ojos del padre se anegaron de lágrimas, y entre sus bolsillos sacó algunas monedas para poder comprar un pan para su hijo.

Pero Daniel, lo tomó de la mano, y guardó las monedas en el bolsillo de la chaqueta de su padre.

Ese momento quedó en la mente de Daniel, no era el dolor de haber dejado atrás su pueblo, no era las incomodidades con que ahora vivían, no era el hambre; era esa falta de ese olor que le estaba destrozando el alma.

Algo se había disparado en ese corazón. Con su lento caminar se dedicó a buscar en las calles, ese olor, y allí se sentaba y esperaba el pasar del día. Sus padres estaban preocupados por sus ausencias, pero se tranquilizaban al ver de nuevo su sonrisa.

Fue así como llegó a aquella casa. Igual que otros días se sentó en el andén, simplemente a llenarse de ese olor. Dicen que los ángeles existen. Salió de pronto un señor con su delantal blanco, su gorro de panadero, una barba larga y unos ojos claros.

Se sentó a su lado, con un pan, que Daniel agradeció con su sonrisa; tomó un pequeño pedazo y guardó el resto en el bolsillo. Daniel le contó de su pueblo y de aquella panadería de su familia. Eran tan preciso los detalles. Su abuelo y su padre iniciaban su trabajo a las 4 de la mañana, todos los días desde que él lo recordaba, bajaban por esas escaleras que los conducían a la panadería. Primero prendían los hornos de leña, para lograr la temperatura exacta al momento de llevar las bandejas a esas bocas que siempre Daniel había comparado con el cielo, mágicas. Con maestría mezclaban los ingredientes para cada tipo de pan, armaban en las bandejas esas esculturas con una simetría y belleza inigualables, y desfilaban hacia los hornos, como en una procesión solemne. Y he aquí la maravilla de Dios, ese olor que se colaba por todas las rendijas de ese piso de madera, por las ventanas, por las puertas, por su alma.

Cuando Daniel calló, los ojos del señor temblaban. ¿Cómo podía quejarse todos los días de su trabajo? Esa descripción de Daniel, era exactamente lo que él hacía. Nunca vio la magia, nunca apreció ese milagro.

Le pidió que llevara a su padre al otro día. Le ofreció trabajo, a pesar de saber que la situación era difícil, y que tendría que compartir con él lo poco que producía la panadería. Pero el padre de Daniel trabajaba incansablemente, y el amor por ese trabajo hizo el resto. El negocio prosperó y pronto necesitaron producir más. El padre de Daniel insistió en el horno de leña, sabía que a pesar de la comodidad de los hornos modernos, su bisabuelo siempre le había insistido en seguir con esos hornos tradicionales. Y ahora estaban allí en ese patio, esas bocas milagrosas.

Empezaron a llevar al abuelo, que ya había perdido todas las ganas de vivir. Pero igual que a Daniel el pan volvió a darle una razón para seguir luchando. Compartió todos los secretos, todos los recuerdos, todos los pases mágicos.

No estaban en su pueblo, pero gracias a aquel ángel con gorro de panadero, ese olor celestial retornó a sus vidas y sus corazones volvieron a latir.

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