Él, hacía el pan amasado con sus propias manos como de costumbre; normalmente sacaba unos veinte panes para venderlos calentitos, ya que así, eran más atractivos y apetitosos para la venta.
Unas tres a cuatro veces salía por semana a vender su pan artesanal integral, a un precio justo y accesible para toda persona.
Como toda venta, habían días buenos y malos para el negocio, en dónde, muchas veces sobraba, pero que por consejos de las mismas clientas, congelaba para consumo personal posterior. Otras veces le faltaba pan, tanto así que muchos clientes se enfadaban por el hecho que no le traían su pan para el desayuno o para la semana, ya que muchos hacían «dieta» con él.
Una de esas tantas veces que va mal, el panadero vendedor, iba con su carrito como siempre, ofreciendo puesto por puesto su producto, momento circunstancial en que se encuentra con un adolescente sentado en los peldaños de una escala a la entrada de la puerta de una casa.
-Hola; ¿tiene una moneda para comer? – le dice el muchacho al vendedor.
Y el vendedor, deteniendo sus pensamientos por unos instantes lo observó, y, en ese segundo comenzando a razonar se dijo: «No he vendido nada»; «este dinero me sirve para mi familia»; «tengo que llevar comida a la casa»; «tengo que dejar para los insumos»; etc.
Pero una luz que se desprendía de su corazón le fulminó sus pensamientos egoístas, y, le dijo:
– Sólo tengo pan para ofrecerte, ¿no sé si quieres? – mientras sacaba de su carrito de ventas un pan calentito dentro de una bolsa de papel Kraft.
Y el muchacho, qué vestía ropa grande para su porte, con voz rasposa le dice: «No soy regodeón»- mientras levantaba la mirada hacia los ojos de quien había sentido caridad por él.
El vendedor, siguiendo su marcha, continuó pensando en el joven, «¿qué será de él?, ¿por qué andará en la calle?», y, con un suspiro se dijo: «en la calle se ve muchas de estas escenas con las que uno no se quisiera encontrar; en verdad, uno se da cuenta que no está tan mal, cuando ve a alguien que está más mal que uno».
Siguiendo su ruta el vendedor, se encontró con otra escena, una viejita, una ancianita, que vendía «parche curitas» (venditas para las heridas).
Él, pasando frente a ella, la siguió con la mirada, y, la anciana, con una sonrisa le dice, «¿qué vende?» y él, anonadado le responde: – vendo Pan Integral Artesanal- y la viejita, metiendo las manos en su bolsillo, sacó unas monedas, con el propósito de reunir la suma del producto, musitando: «justo es lo que me recomendó el médico»… Y ante ese evento, el vendedor atónito y conmovido, le dice prestamente: «¡No se preocupe!… tómelo, llévelo; no hay problema». Y la anciana también sorprendida, queriendo discurrir, terminó aceptando diciendo: «Dios lo bendiga». Y el vendedor con una sonrisa de agradecimiento, continuó su viaje.
Caminando por las calles, siguió reflexionando, y se decía: «¿porqué esa abuelita tiene que salir a trabajar?; ¿por qué se tiene que estar pasando de frío?; debiese estar descansando y disfrutando su vejez, cosechando lo vivido, no martirizándose con este hielo de invierno. Verdad que la vida es dura; ¡qué más da si le doy un pan, yo aún tengo mi mocedad para trabajar!»
Siguió su ruta, bastante conmovido con todas aquellas eventualidades presentadas; todavía le quedaba pan, cuatro para ser exacto. Viendo la hora, decidió volver a su casa.
Cuando llegó a su hogar, lo esperaba sonrientemente su esposa como de costumbre, -¿cómo te fue?- le dijo mirando sus ojos. -Bien – respondió él -, me quedaron cuatro panes, y, regalé dos.
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