Un convidado en la mesa

Un convidado en la mesa

Josito pasea la vista por la mesa, que huele a apio y garbanzos, mientras piensa cómo decir lo que ya no puede esperar más. Ángel cuenta una anécdota del instituto. Papá le escucha mientras va dando buena cuenta de la comida. Su mirada se detiene un momento en la barra de pan que señala el hueco donde hasta hace poco se sentaba el abuelo. Alarga el brazo y la gira un poco. Su madre le observa hacerlo, comprende.

El pan, señalando la ausencia del que tanto lo disfrutaba. De pipas y aceitunas hoy, de masa madre ayer. Candeal, de semillas, o de centeno con ajo y puerro cualquier otro día. Con pasas y nueces para desayunar los domingos. Molletes de Antequera que horneaban los martes, cuando aún estaba el abuelo.

El pan, toda una religión en aquella casa, invitado perpetuo que nunca falta a la mesa; materia prima de barquitos en la sopa que jamás llegan a ninguna orilla; de alegrías en forma de bocadillo, de salchichón o mortadela casi siempre, que interrumpían las tardes de parque y fútbol; espoleta de las peleas con Ángel para decidir quién se comería el pico que había sobrevivido al regreso desde la panadería; motivo de acalorados debates sobre si mejor mezclado con espelta o con centeno; fuente de recurrentes discusiones sobre si comprarlo donde Joaquín o en el obrador de la esquina. El pan, tragedia griega el día que por algún motivo no estaba presente, arma arrojadiza aquel día que papá echó de casa al que vino a arreglar la lavadora. El pan, menos mal que lo que le pilló más a mano fue el pan…

—Josito, hijo ¿piensas empezar a comer o qué? Se te va a quedar fría —le dice su madre, que tampoco ha empezado, señalando el plato de loza.

Es lunes, hoy toca cocido madrileño, su comida preferida, pero Josito comienza a comer la sopa sin ganas, con un nudo en la tripa. No sabe cómo se lo tomarán. Bueno, no lo sabe, aunque lo intuye: mamá bien, su hermano a cachondeo, papá… Realmente lo que le preocupa es cómo se lo tomará papá…, en fin, quiere terminar cuanto antes con esta agonía que le está amargando desde hace semanas.

—Quería comentaros una cosa —dice, apoyando la cuchara en el borde del plato.

Son la frase y el tono de los anuncios, buenos o malos, que se han dado en esa mesa desde que era un mico. Papá deja de comer y le mira curioso, interrogante. Ángel baja al plato la cuchara llena de fideos que estaba a punto de engullir y pone cara de ¿ahora nos vas a joder la comida? Mamá… mamá no ha dejado de mirarle desde que se sentó a la mesa, previendo que algo le rondaba la cabeza.

—¿Te ha pasado algo, hijo? —pregunta ella mientras extrae distraída y cuidadosamente las pipas de su trozo de pan con las uñas.

—No, nada malo, mamá. Es solo que no sé cómo os lo tomaréis.

—Joder, Josito, arranca ya ¿no? —añade su padre mientras se lleva el vaso de agua a la boca.

—Estoy saliendo con Luis.

Papá se atraganta con el agua; en la boca de mamá se insinúa una sonrisa; Ángel cambia la cara anterior por otra de ¿pero tú eres gilipollas? El silencio se adueña de la mesa. Ya está, ya lo he dicho. Josito baja la mirada al plato y se mete un trozo de pan en la boca. La corteza cruje, nota el sabor de la miga mezclado con las aceitunas negras, las pipas rompiéndose entre sus muelas. Lo mastica. Su blandura tiene algo de tranquilizador. Es su madre, tras unos segundos en los que solo se ha escuchado el ataque de tos de su padre, la primera que habla.

—Con Luis…, con tu amigo Luis ¿no?

—Sí, claro.

—Pues a mí me parece bien, hijo, se le ve buen chaval ¿verdad, José? —dice mirando a su marido.

—Joder, cari, pues claro que es buen chaval, pero es que esto no me lo esperaba. Es que no sé ni qué decir… —responde mientras se limpia el agua que le ha resbalado por la barbilla mientras tosía.

—Bueno, pero ¿qué te parece, José? —dice su madre.

—Joder, Josito, vaya bomba, ¿no?, ¿tú esto lo tienes claro? —dice su padre, que parece no haber escuchado la pregunta—. ¿No será que se te ha metido en la cabeza porque se lleva? Que ahora estáis un poco atontados con tanto elegetebei a todas horas.

—Pues claro, papá —responde Josito, levantando la vista para mirar a su padre y aflojando un poco la fuerza con la que espachurra el trozo de pan que sostiene en las manos—. ¿Cómo os lo voy a decir sin tenerlo claro?

—Ya, hijo, ya supongo. Bueno, ¿qué te vamos a decir nosotros? Pues que vale, que no me lo esperaba, pero si es lo que tú quieres… Y que sepas que hay mucho imbécil por ahí que no os lo va a poner fácil. Eso los sabes ¿no? —le dice subiendo el tono, apuntándole con el dedo como si él fuese el culpable de que los imbéciles a los que se refiere estuviesen por ahí sueltos.

—Sí, papá, pero ya no es como antes, ya no hay tanta gente así.

—Y si tienes cualquier problema nos lo dices —añade su madre, mientras deja su pan mutilado de pipas sobre la mesa y apoya la mano en la de su marido—, que esas cosas no hay que callarlas.

—Bueno, pues vaya noticia, joder, esto no me lo esperaba yo un lunes de cocido… —dice su padre cogiendo de nuevo la cuchara—. Bueno, seguimos comiendo, ¿o qué?

Durante unos segundos solo se oye el ruido de los cubiertos contra la loza. Josito nota como se le afloja el nudo de la tripa y empieza a echar trozos de pan en la sopa. Es su padre el que rompe el silencio.

—Oye, Josito, a Luis le gustará el pan ¿no?, que ya sabes que aquí si no…

Su madre estalla en una carcajada.

—Sí, papá, le encanta, le podéis invitar cuando queráis —contesta él, sonriendo.

—Bien, bien.

Su madre comienza a servir los garbanzos y el acompañamiento a su marido mientras Josito se termina la sopa. Es entonces cuando Ángel, que no ha dicho nada desde su anuncio, apoya su cuchara en el plato, echa un trago de agua y dice:

—Pues yo también tengo una cosa que contaros…

—Joder, pero ¿qué os pasa hoy? —dice su padre volviendo a apoyar la cuchara en el plato.

El menguado pan, apenas un currusco ya, contempla la escena desde su lugar privilegiado. Si pudiese, podría escribir páginas y páginas con todo lo que ha visto y oído en aquella mesa. Páginas rellenas de alegrías alborotadas y de penas densas y amargas, de ácidas peleas y dulces momentos de armonía familiar. Pero él es discreto, está allí para acompañar, para dejarse desmenuzar y aliviar tensiones, para ser masticado y deglutido cuando faltan las palabras. Jamás se atrevería a ser otra cosa que el delicioso convidado en aquella mesa con mantel de flores.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS