Mis padres fueron los cálidos motores de toda la enseñanza para aprender a hacer pandebono y pan.
Él, trabajó para un cuñado, que creó una panadería por la carrera séptima con calle 18, repartiendo pan por todas las tiendas de los barrios populares de Cali, así como entre las tiendas de las poblaciones aledañas a la salida de la ciudad, en los años sesenta y setenta.
A principios de los años sesenta, llegados desde nuestra natal Palmira, mis padres asumieron la casa grande y larga hacia el fondo para vivir como familia y alternamente el local para la administración como el manejo de la Fuente de Soda Palermo, -al pie del Teatro Palermo- en toda la carrera 8ª con calle 21 del emblemático barrio San Nicolás de Cali, con Yotas, (o sea, yo) mis dos hermanos Carlos Hernando y Libardo y mis tres hermanas, Gloria, Paulina y Socorro.
Allí, aprendí a moler el queso costeño en una maquinita tradicional marca corona de manubrio, para amasar primero el pandebono, característico como deleitoso alimento familiar de nuestra región, que se come en todas las horas del día, a mañana, tarde y noche, todos los días, todas las semanas, todos los doce meses durante todos los años; con tinto negro, oscuro o clarito; café con leche, chocolate, milo caliente y frío e igualmente con una deliciosa avena bien helada.
Amasar el pandebono, era todo un arte que provocaba pasión, ganas, entusiasmo, deleite, placer y muchos deseos de comerlos calientitos, acabados de salir del horno.
Bordeaba los 10 años. Y estuvimos ahí hasta que cumplí los 19.
La tarea era a diario, de mañana, de tarde y de noche. Se molía dos veces al día el queso costeño, para preparar el pandebono y se dejaba masa para hornearla en las tardes como en las noches, pues el negocio se abría desde las 6 am hasta las 10 pm, hora en que salía la gente de la última película del teatro.
Siempre que se presentaban películas de Cantinflas, sobre todo los fines de semana, los llenos en el teatro eran a reventar y el pandebono se agotaba en segundos. Había que tener muchas latas con del producto listo para meterlo al horno.
Me degustaba amasarlo, mojarlo con leche y comerme pedacitos mientras los hacía. También comía del queso mientras lo molía. Fui un absoluto devorador de queso, de masa como el pandebono calientito.
Me gustaba sobremanera el olor de mis manos con la esencia de la rica como especial masa pegada a las mismas, que siempre las raspaba con mis dientes para que no se perdiera ni un céntimo de ella.
Mis padres hacían igualmente el pan huevito, aliñado, así como también las acemas, (el pan negrito, llamadas igualmente mogollas).
Ellos, también disfrutaban amasarlo como hornearlo. Fue una linda vivencia de diez años, entre los cuales, lamentablemente debimos enfrentar la muerte por asfixia de nuestra hermanita Paulina, a sus 13 años, ahogada con una ficha de parqués, un fatídico miércoles 4 de enero, que después lo comprobamos, cuatro años más tarde en el retiro de sus restos. Tenía en la tráquea, la ficha verde incrustada.
Recuerdo que hasta mi colegio en el bachillerato, llevaba para compartir con mis amigos, todas las tardes una bolsa con pandebonos y acemas, y nos llamábamos, “la gallada del pandebono”.
Como los tiempos fueron haciéndose más dúctiles, la masa del pandebono se conseguía ya elaborada. Solo había que amasarla un poco para hornearla.
Igualmente hoy día se consigue ya lista.
Sin embargo, a mí me ha seguido deleitando prepararla. Aún lo hago, cuando amaso y horneo los Panes sin Levadura para Celebrar La Festividad Solemne de La Pascua, entre marzo y abril de cada año, que lo vengo haciendo desde 1988.
Utilizo la harina integral haz de oros, a la que le pongo mantequilla, huevos, sal y leche. Luego la amaso hasta que queda moldeable, para colocarla después en las bandejas con 15 o 18 unidades que irán al horno.
Me los disfruto sobremanera, porque vuelvo a sentir ese deleite inigualable de mantener el contacto íntimo, intenso, provocativo como personal, -como si fuese un matrimonio inseparable- con aquella masa que se me pega en los dedos y que me retrotrae hasta mis años de juventud cuando allí en Palermo me gocé la molienda del queso costeño en todas sus formas: blando, duro, cauchoso, fresco y a veces no tanto, juntamente con la amasada, la elaboración y la horneada diaria por 10 años placenteros de los amados pandebonos.
Hoy día que me dedico a escribir, ciertamente amaso mis escritos con deleite, ganas, placer, emoción, entusiasmo; comiendo los trozos de todas sus frases con un gustazo infinitamente inacabado, que me permite leer, releer, volver a leer, volver a releer y finalmente, “dejar horneada la obra finalizada”.
En el año pasado escribí una nueva novela, y trabajándola capítulo por capítulo, soñé, vislumbré, intuí, visioné; si fue cierto no lo sé; La Sabia Vida Sí Lo Sabe, sintiendo muy dentro mío, “con olor gratísimo a un exquisito pan caliente que compro aquí a siete cuadras de mi casa”, que todos mis libros se vendían como aquel pan caliente.
Y no es un acto de autosuficiencia, ni tampoco de arrogancia, ni mucho menos prepotente sacando pecho inflado; es más bien, una sublime añoranza como una translúcida elegía, que vino llegándome pacífica, calmada y sin apuros, para animarme, para aplaudirme, para exhortarme, para decirme firme como positiva al oído: “Continúa amasando tus libros día por día, todos los días, todas las semanas, todos los doce meses de todos los años, nunca te detengas y cómelos siempre con el pan caliente que más te apetece”.
Entonces, aquí estoy en este preciso instante compilando mi historia, con un cafecito en leche, degustándome un deleitoso como calientito pan coco.
¡¡¡ Les presento a mi bien amada panadería desde la bienhechora tierra donde todo huele a pan rico donde hago rico pan y donde como pan súper calientito !!!
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