Siempre he sido aficionado a comer todo tipo de pan, desde un simple bolillo, hasta aquel proveniente de la más fina repostería.
A mi madre nunca le gustó cocinar. Era de esas personas que “se le quema el agua”, como dicen en mi pueblo. Las sopas de lata y sobrecito eran el pan nuestro de cada día. Como mi padre nos había abandonado, teníamos que conformarnos con las Maruchan, pues ni para una buena Campbell nos alcanzaba. Y ni pensar en comer carne y mucho menos mariscos, pura soya y, si corríamos con suerte, lográbamos atrapar en un terreno baldío cercano a nuestra casa ( por no decir choza ) unos cuantos chapulines y, con unas tortillas recogidas de la basura, nos deleitábamos con unos tacos de chapulín o de gusanos de maguey; si corríamos con suerte, hasta de escamoles.

En cuanto al pan, solo conocíamos las tortas o bolillos, todo lo demás era desconocido por nosotros, hasta que un día, al acompañar a mi mamá a hacer un mandado pasamos frente a una panadería. Fue esa la primera vez que olí el delicioso aroma de un pan recién horneado. En ese momento se revolvieron, dentro de mí, todas mis entrañas.

A partir de ese día, rogaba a mi mamá que me permitiera acompañarla a su trabajo con tal de pasar por aquel lugar que, para mí, era lo más parecido al paraíso.

—Algún día voy a trabajar aquí —le dije a mi madre.

—Sí, hijo, soñar no cuesta nada — me respondió.

Pasó el tiempo y un día apareció, pegado al escaparate, un anuncio que decía “Solicito ayudante aprendiz de panadero que sea serio y responsable”. Sin pensarlo dos veces entré a solicitar el trabajo. El corazón me latía a un ritmo que nunca antes había sentido. Me paré frente al panadero y solo pude decir:

—Vengo por lo de… —y no pude continuar.
—¿Cómo dices, chamaco? No te entiendo.
—Yo solo quiero… —y, una vez más, mi mente quedó en blanco.
—Vamos, chamaco del demonio, no me hagas perder el tiempo. Vete de aquí y no me quites mi tiempo, que aún me queda mucho pan por hornear.

Desilusionado, salí corriendo y, al llegar a casa me tiré en la cama llorando desconsolado.

Los siguientes días los pasé mirándome en el pedazo de espejo que teníamos en la letrita, ensayando lo que debía decirle al panadero, y rogando por que el puesto continuara aún vacante.

Un par de días después, me limpié lo mejor que pude, me puse mi mejor ropa y me presenté, una vez más, en la panadería.

Entré corriendo y dije al panadero:

—BuenosdiasmellamoMiguelyvengoporlodelanunciodelavitrina… —comenté de corrido manteniendo la respiración lo más que pude.

—A ver, a ver, muchacho, tranquilízate y háblame más despacio que no te entiendo nada —me respondió, tratando, esta vez, de aguantarse la risa.

Respiré con más calma un par de veces y le repetí lo más calmado que pude:

—Me… llamo…Miguel…y…vengo…por…lo…del…anuncio…de…la…vitrina…

—Tampoco…me…trates…como… si …fuera…yo…un…retrasado…mental…—me respondió tratando de imitarme.

Apenado, me di la vuelta y me dirigí a la puerta.

—Espera, —me dijo el hombre—. ¿Qué te parece si comenzamos de nuevo? Creo haber entendido que te interesa el trabajo. ¿No es así?

Esta vez asentí moviendo la cabeza, para evitar más malos entendidos.

—Muy bien —dijo— lo que necesito es un ayudante dispuesto a aprender el oficio de panadero. No requiero de experiencia previa, pues yo le enseñaré todo lo que necesite saber. La paga no es mucha, pero incluye alimentos y la posibilidad de llevarse a casa una buena porción de aquellos panes que no se vendan durante el día. Aquí todo lo que se vende es producto fabricado por la mañana. No vendemos “pan de ayer”. El único requisito es presentarse todas las mañanas, puntualmente, a las cuatro de la mañana y estar dispuesto a salir a la hora del cierre, la cual dependerá de la clientela, o de que se venta todo lo producido ese día. Si se diera el caso, yo te guardaría por lo menos unas tres piezas de pan para que lleves a tu casa. ¿Te interesa el trabajo?

Sin pensarlo un minuto respondí:

—¡Claro que sí! Muchas gracias. Puedo empezar hoy mismo si usted así lo quiere.

—Prefiero que te vayas a casa a descansar y te presentes mañana unos minutos antes de las cuatro. ¡Ah! lo olvidaba, ¿sabes leer y escribir? —me cuestionó.

—No soy un experto pero me las apaño bien —contesté.
—Bueno, pues entonces tenemos un trato. Me llamo Luis, aunque todos me dicen Don Wicho, pues nací del otro lado del Río Bravo. Tú puedes llamarme solo Wicho, sin el Don —concluyó extendiendo su mano para estrechar la mía.
—Mucho gusto Don Wi…, perdón, Wicho, y gracias por darme la oportunidad. Le… perdón, te prometo que no te vas a arrepentir. Le voy a echar todas las ganas del mundo —me despedí agitando la mano.

Ese día regresé a mi casa más feliz que nunca, y con unas ganas de iniciar lo que, sin duda, sería mi nueva vida.

Prendí la veladora que mi mamá tenía frente a una imagen de San Judas Tadeo, y que solo utilizaba para pedir un milagro. Esta vez sería en señal de agradecimiento.

Al día siguiente me presenté a mi nuevo trabajo. Llegué a las 3:30 y me senté en la puerta a esperar a Wicho. Faltando diez minutos para las cuatro bajó de su bicicleta y, después de saludarme abrió la puerta.
—Hoy iniciará tu curso de panadero —me dijo—. Lo primero que debes saber es que todo el pan se elabora con algún tipo de grano, como pueden ser el trigo, la cebada, el centeno, el maíz, el arroz y varios otros, y el tipo de harina puede ser integral o refinada. Otro ingrediente importante y necesario es el agua, y por último se requiere de un fermento, que puede ser una levadura o una bacteria.

Yo no entendía nada de lo que me estaba hablando, pero escuchaba con mucha atención, tratando de memorizar lo más posible.

—Todos los ingredientes deben mezclarse muy bien —continuó—, se deja fermentar y se mete al horno. Esta es la forma más básica de pan. Después puedes agregar diferentes sabores e ingredientes para variar su sabor, forma y textura. Estos elementos pueden ser la sal, el azúcar, grasas tales como la manteca o margarina animal o vegetal, colorantes, saborizantes naturales o artificiales como el chocolate, algunas frutas y diferentes esencias. El verdadero arte consiste en la combinación perfecta de todos estos elemento y, por supuesto, en la forma de hacerlo. Ya irás aprendiendo todo esto con calma. Por lo pronto, basta de palabrería y pongamos manos a la obra.

Los siguientes días fueron de un aprendizaje intenso. Cada mañana iniciaba prendiendo una veladora a San Juditas, pidiéndole que me iluminara para poder aprender lo más posible.

Así se pasaron muchos años, hasta que un día Wicho pasó a mejor vida, y al no tener familia, yo heredé su panadería.

Hoy, además de panadero me he convertido en un paniego, y el negocio se ha vuelto familiar, por lo que junto con mi esposa y mis tres hijos, hemos hecho de él nuestra forma de vida.

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