Y ahí estaba mi madre en el lado contrario de la mesa. Arrugadita, empequeñecida por los años, con sus ojos tristes y ademanes lentos, pero eso sí, sin una cana, su cabello teñido era su último vestigio de vanidad.
Sobre el mantel blanco diversos manjares rodeaban la panera de mimbre para que eligiera lo que quisiera. Me preocupaba especialmente cada vez que nos visitaba, que la mesa en el desayuno se presentara generosa.
Sus pequeñas manos huesudas untaban una marraqueta con dulce de membrillo. El cuchillo pasaba de lado a lado distribuyendo con justicia y equidad cada parte del pan abierto. Lo hacía sin apuro, sin la urgencia ni la distracción a la que las nuevas generaciones nos hemos acostumbrado.
Yo miraba enternecido el pequeño rito que estaba realizando. De pronto levantó su vista y me miró fijamente, pude sentir en esa mirada una tristeza que me estremeció profundamente. ¿Acaso estaba sintiendo la misma pena que me hería cada vez que recordaba aquel momento que nunca podré sacar de mi cabeza?
Sin poder evitarlo me vi de nuevo en esa pequeña y humilde habitación cuando tenía apenas 10 o 12 años.
La dictadura de Pinochet a fuego y muerte se había apropiado de mi país, y el neoliberalismo experimentaba y desataba con saña su sistema en un país modesto y relegado como el nuestro, con una cesantía que crecía cada día y que golpeaba con fuerza los hogares de menores ingresos.
El hambre era compañero habitual.
Hablar de esta carencia o tratar de explicarla en palabras es muy difícil, si no imposible, es como el amor, solo quien lo haya sentido puede saber de qué se trata.
La pequeña habitación se me mostraba oscura y silenciosa.
Y ahí estaba mi madre en el lado contrario de la mesa.
En sus manos un pan añejo, una marraqueta, el único alimento que teníamos para saciar nuestra hambre.
Dividió el pequeño pan en dos trozos, uno para ella y uno para mí.
Yo tenía tanta hambre que lo devoré en dos o tres mascadas.
Mi madre me miraba…con ojos de madre.
Extendió su mano y me ofreció la otra mitad.
A mis cortos años, sabía que eso era injusto. Ella también necesitaba comer algo para intentar engañar el estómago.
Y ahí estaba su mano estirada ofreciéndome su propio mendrugo.
En ese preciso momento muchos sentimientos se arremolinaron en mi mente. Estoy seguro que no quise mirarla, con la vista gacha tomé el pan entre mis delgadas manos.
Masqué un trozo con lentitud, podía sentir como aquel pan se disolvía entre mis dientes, amargo y doloroso.
Lloré de manera silenciosa, sin que fuera necesario exteriorizarlo.
Tenía vergüenza, una vergüenza que no había sentido nunca.
Pude haber rechazado su bondad y compartir el humilde alimento, pero tenía tanta hambre que no pude hacerlo.
Mi garganta estaba apretada y me dificultaba ingerirlo y con cada mascada que daba, mi infamia aumentaba y mi llanto interior parecía multiplicar por mil la tristeza que despedazaba mi corazón.
Una vez que terminé, levanté con lentitud mi rostro y me di el valor necesario para mirarla a los ojos.
Ella me sonrió…quise abrazarla, enjugar mis lágrimas en su regazo, pero nada de eso hice, solo me llevé la culpa para siempre, intentando ocultarla en un cajón de varias cerraduras, aunque ninguno de estos candados nunca fue suficiente.
Hoy después de tantos años la vuelvo a mirar. Sigue ensimismada esparciendo la mermelada sobre el pan.
Levanta su rostro arrugado al sentirse observada…me sonríe con dulzura y extiende su mano para ofrecerme el trozo de pan que con tanto esmero había preparado.
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