MONEDA DE CAMBIO

MONEDA DE CAMBIO

  Siempre se me ha dificultado leer con poca luz, o sin ella. Sé, que si quiero obtener un título universitario, debo hacerlo así.

La vida es muy rara, aunque suele pasar pronto, o al menos eso escucho decir a mis mayores. “Unos nacen con estrella y otros nacen estrellados” me decía mi madre cuando le preguntaba por qué al vecino los Reyes le habían traído una bici aerodinámica con portalibros delantero, luz de alta gama y diablitos cromados. Si yo tuviera una bici así, llevaría a pasear a la Chiquis los fines de semana, o por lo menos una que otra vez le daría aventón. Claro que no lo haría todos los días; tampoco es cosa de acostumbrarla y que luego se convierta en una responsabilidad mía. Si acaso cada tercer día, con tal de que no sea los viernes, pues ese día, saliendo del cole, al billar, a jugarnos nuestra semana, Al Pool, yo le agarré rápido, pero la carambola nomás no se me da. Eso de pegarle a dos bolas distintas con un solo tiro, se me hace como tener dos novias y citarlas el mismo día. Cada bola merece su propio golpe, y cada novia su propio piropo.

 Entonces recuerdo a mi abuela, Mercedes. Todos los días se levantaba a las tres de la mañana, pues debía preparar la masa de hojaldre para el pan del día. Sus manos, rugosas por el tiempo y el trabajo, conocían muy bien la rutina que debían realizar. Mientras sus anchos y cortos dedos de la mano derecha se perdían en la masa, con la izquierda pasaba las cuentas del rosario que, en forma más sistemática que devota, debía rezar mientras iba logrando la consistencia requerida. “Padre nuestro que estás en el cielo…” decía, a la vez que su dedo pulgar se perdía entre las harinas y especias que darían forma al hojaldre. Cuando terminaba el Padre Nuestro, iniciaba con diez Aves Marías y sus otros cuatro dedos, parecían martirizar aquella sustancia viscosa que a cada segundo iba adquiriendo la consistencia deseada.
 

Mi abuela era una católica “chapada a antigua”, por lo que rezaba el Rosario Tradicional, de quince misterios. Esto le daba el tiempo necesario para terminar de preparar la masa. Cuando, a causa de la diabetes quedó ciega, seguía con su rutina diaria de preparar el pan gracias a que, utilizando El Rosario que le servía de cronómetro, sabía muy bien lo que debía hacer durante cada misterio. Con su mirada perdida, parecía suplicar al cielo implorando misericordia divina.

 Nunca pude imaginar qué pasaba por su mente, qué era lo que parecía atormentarla cada día, si los escasos recuerdos que, incrustados en su ajada piel se negaban a abandonarla, o si le aterraba el solo pensar que el hojaldre no le saliera con la consistencia que debía. El pan era para ella, sin duda, algo sagrado, pues como siempre solía decir “las penas con pan son menos”, y ella se lo tomaba literal. Era algo que nunca podía faltar en la mesa.          

Mi abuelo, hombre de recio carácter amaba el hojaldre tanto como a mi abuela. Sentirlo crujir en su boca parecía empoderarlo en cada mordida que daba. Amaba mucho a mi abuela, pero si algo lo sacaba de quisio era que en la mesa faltara por lo menos un platillo que contuviera hojaldre, bien fueran unas enmoladas, o un delicado pastel con crema chantilly y fruta de la estación. Los días que llegaba cansado del trabajo, maldiciendo a todo el que osara ponerse en su camino sin buscar quien lo hubiera hecho enojar, sino con quien desquitarse, bastaba con que se llevara a la boca un panecillo hecho por mi abuela, recién salido del horno, para que su semblante cambiara y una leve sonrisa apareciera en sus gruesos labios. “Ay, Mercedes, le decía, si no fuera por lo bien que te sale el pan, ya te hubiera cambiado por una cuarentona, o mejor aún por dos de veinte”. Así fue como el pan se convirtió, para mi abuela, en una “moneda de cambio”. El día que quería vengarse de mi abuelo por una de sus aventuras, bastaba con que no utilizara las porciones adecuadas para que el hojaldre no saliera como a mi abuelo le gustaba. “Merceditas, Merceditas, le decía mi abuelo, hoy se te fue el santo al cielo”. “Pues veinte más veinte son cuarenta, le respondía mi abuela, si no te parece como cocino la puerta está muy amplia para que cargues con toda tu humanidad y busques quien te prepare mejor hojaldre que el mío”. Mi abuelo sabía que no había nadie capaz de hacerlo mejor que mi abuela, por lo que, temeroso de que un día ella lo privara de este exquisito manjar, botándolo a la calle, no volvía a abrir la boca.

El día que, durante la comida notábamos que el pan no tenía la misma consistencia ni sabor típicos de mi abuela, sabíamos que algo andaba mal, pero nadie se atrevía a preguntar, por lo que, el castigo, debíamos asumirlo todos
         
Desde que mi abuelo falleció, cuando toda la familia nos reuníamos a la mesa para celebrar alguna ocasión especial, mi padre nos contaba viejas anécdotas que nos hacían reír, pero que en su tiempo no debieron ser muy agradables, como el día que, mi abuelo, llegó a la casa con un carácter que no se aguantaba ni él mismo, y queriendo buscar pleito, tomó sus enchiladas que le había preparado mi abuela y las arrojó, con todo y el plato al piso, por que , según él, el hojaldré no mostraba la consistencia que a él le gustaba. Firulais, la mascota en turno, se apresuró gustoso a dar cuenta del platillo. Entonces mi abuela, tranquila y serenamente, fue por el plato de Firulais y lo colocó frente a mi abuelo. “Un cambio de roles de vez en cuando es bueno” fue todo lo que dijo, y se sentó a la mesa a disfrutar sus enmoladas. O el día que mi abuelo llegó pasado de copas exigiendo le sirvieran de comer, y mi abuela le preparó una salsa con mezcla de chile de árbol, chiltepín y habanero, que hizo que mi abuelo, a pesar de su resistencia al picante, se pasara la noche sentado en el excusado. “Lo de ellos, decía mi padre, era un amor basado en el pan de hojaldre de la abuela. Era esta la mejor arma que mi madre tenía para controlar a su esposo”.

Mi padre heredó el recio carácter de mi abuelo. No cree en el estudio,  y piensa que la única forma de superarse es el trabajo físico. Yo, quiero ser profesionista, pero él no soporta verme con un libro, por lo que debo esconderme en un armario mientras estudio. Todo tiene su precio en esta vida

Una mañana, encontraron a mi abuela desplomada sobre la mesa de la cocina donde hacía el hojaldre. Su rostro lucía una sonrisa de satisfacción del deber cumplido: una tarta de hojaldre y fresa, la favorita de mi abuelo, adornaba la mesa. Mi abuelo, donde se encontrara, seguramente la recibió con una amplia sonrisa.     

—FIN—

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