No solo de pan vive el hombre—decía la anciana mirando su espacio invadido—, pero es lo único que tengo. Su pequeña panadería con un horno tradicional de barro y leña, se estaba transformando en algo extraño. Desde que Pedrito había vuelto de la ciudad las cosas se iban estropeando, perdían su calidad autóctona y se transformaban en artilugios u objetos anormales.

Doña Flora se quedó inmóvil recordando los pasajes más placenteros de su infancia. Se vio de nuevo con su vestido a cuadros de algodón, su delantal de color blanco y su gorro, que era un pañuelo atado, pero su padre le decía que era un gorro de cocinero, y más aún, un Toque Blanche. Ella seguía el juego, pero lo que más le gustaba era ver con qué facilidad las manos gordas de Don Anselmo hacían bolitas perfectamente redondas, o se extasiaba cuando esas manos enormes trituraban la masa y la golpeaban contra las tablas de la mesa. No le importaba esperar a que reposara la masa y estuviera lista para hornear. El olor del pan caliente se le había impregnado hasta la médula. Decidió dedicarle la vida a la elaboración de bollos, bísquets y demás tipos de obras de arte del amasado.

Pronto se convirtió en la panadera del pueblo. Su padre le cedió el puesto y se convirtió en su ayudante y conforme fueron pasando los años, el tiempo se encargó de que él fuera menos a laborar. Llegó, por desgracia, el día de su partida y Florita hizo el pan más amargo de toda su vida. La gente lloró las lágrimas contenidas en la migaja de los bolillos y teleras, además a la hora de masticar surgían los recuerdos del amable Anselmo con sus enormes cejas y su cara de inocencia contando chistes pícaros sobre las donas, las conchas y los ladrillos.

¿Por qué tendría que haber venido Pedrito con toda esa maquinaria extraña?

Mire—le había dicho el muchacho a su madre mientras Florita sonreía por el regreso de su nieto—. Con estos aparatos la abuela podrá hacer en cuestión de minutos todo lo que le lleva un día entero. La señora Clara sintió un fuerte escalofrío al adivinar la tragedia que se avecinaba. ¡Madre mía, hijo! ¿Y no se podrían devolver estos aparatos? Es que la abuela no los va a saber usar…además…

Pedro con su gran entusiasmo comenzó a disponer del pequeño local para colocarlo todo. En unos días ya tenían un local limpio, con azulejo blanco y piso de losetas oscura, buena iluminación y la conexión eléctrica. Llamaron a Florita y le fueron explicando cómo se tenía que encender el horno, como se debía sacar y de qué forma se colocaba en el mostrador y los estantes, el producto.

La gente acudió motivada por curiosidad y, a pesar de que el pan no era tan sabroso como el de Florita, lo aceptaron porque, cómo había dicho alguien, ya era hora de modernizar el pueblo y vivir como en las grandes ciudades. Fue así como se instalaron las mesas en la calle y se comenzó a vender café con leche y cruasanes por la mañana, empanadas por la tarde y pan dulce por la noche.

El negocio tenía éxito. Había una mesera, lejana nieta de Florita, que por su atractivo servía de publicidad. La pobre anciana había automatizado sus movimientos y se le habían marchitado los deseos. Sacaba los panes precongelados, los metía en el horno eléctrico, esperaba unos minutos hasta que sonara la señal, una musiquita que ya no le alegraba en absoluto, abría el horno, se ponía los guantes y sacaba las piezas para ponerlas en un mostrador. No respondía a las preguntas de la gente, parecía extraviada. Su mirada era la de una lente enfocando la lejanía y su sordera falsa le insinuaba a los clientes que la comunicativa Florita ya no existía.

En realidad, sí estaba allí, pero el frustrado deseo de sentir de nuevo la masa en sus manos y los aromas de levadura y ajonjolí humeante no le permitían percibir el mundo. Prefería soñar con sus años mozos, con sus aventuras de la infancia y sus contenidas pasiones de la juventud. Si no hubiera perdido tan joven a su marido y la conciencia le hubiera permitido contraer nuevas nupcias, tal vez su vida habría sido otra.

No lo quiso ella y se arrepentía. Hasta sus hijos la habían animado para que fuera a la iglesia con Ricardo el ganadero, el padre Miguel le echó cientos de sermones, pero al final ella negó con la cabeza, sacó la foto de Enrique, el padre de todos sus hijos, y dijo que jamás profanaría su juramento de fidelidad.

A la distancia y con un sentido común forjado por las experiencias, comprendió que no habría sido tan malo el supuesto pecado y que, contrariamente a lo que había creído mucho tiempo, un nuevo matrimonio le habría dado un estatus, más hijos y una transformación interna que habría satisfecho las exigencias más intrincadas de un hombre en el momento del amor. Se sentía seca por dentro y solo en la primavera el petricor la hacía sentir como un polvo que se transformaba en masa y empezaba a envanecerse de ser más suave y esponjosa, debajo de sus faldas sentía un calor húmedo tropical de antaño. Su pecho se hinchaba de aire y sus manos perdían la rigidez, entonces se encerraba en su habitación y comenzaba la metamorfosis en la que se convertía en pan ácimo para ser comida por el amor y bebida con vino. El trance le duraba unas horas y no se detenía hasta que lograba transportarse al cielo. Esperaba con enorme fe que cada vez fuera la última, pero se le había concedido la gracia de permanecer en la tierra hasta lograr que su cuerpo se convirtiera en el mendrugo perfecto para el señor.

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