Durante casi tres días y tres noches, la vieja luna de plata se asomó en el cielo como un ojo ciego iluminando el bosque. A través de las ramas famélicas de los altos pinos arrebujados por la nieve, besando las huellas que habían quedado en el sendero, ahora salpicado de sangre. Ese sendero hasta la panadería estaba marcado por algo así como el arrastre de un bulto pesado. Por la chimenea detrás de la construcción de adobe, las volutas de humo intenso, color blanco se elevaban como plegarias inútiles a los dioses de un horror cercano. El inmenso horno de barro del antiguo panadero estaba encendido y su calor se irradiaba por las estancias de la casa y la cuadra donde Fran, con su metro ochenta y cinco,parado en medio de ella, semejaba un gladiador de blancos ropajes. Miraba fijo la puerta del horno que parecía a punto de estallar. Dentro se cocía el pan. Un infierno de sabor que luego se transformaría en el oasis de la mesa servida con ciertos manjares, carnes exquisitas y frescas…
Candice, la joven niña que osó conocer el establecimiento oculto a unos mil metros del pueblo, del cual las lenguas de viejas decían que llevaba siglos derruído y abandonado,se dió cuenta, tarde, que en realidad,alguien mentía. La panadería de Fran se encontraba trabajando a pleno y su dueño desarrollaba en ella,con una energía envidiable, las tareas de preparar el exquisito pan que las gentes del pueblo siempre saborearon. Hasta que su cuerpo apareció una noche como hoy,colgado de la viga del medio del comedor principal, diez años atrás. La leyenda contaba que su mujer se había escapado con otro hombre, sumiéndolo en puro dolor y desolación. Candice contempló desde unos cincuenta metros de la casa, semi oculta entre arbustos,como el panadero le sonreía y en esa sonrisa la invitaba a llegar hasta el umbral. No se animaba. Titubeó. Entonces Fran avanzó hacia ella con la intención de convencerla a probar su exquisita masa. Aquella mole blanca que por momentos semejaba un duende o un fantasma le generó a la niña, cierta confianza, el aroma a leños y a pan cociéndose lento, la terminaron de decidir. Se movió para encontrarse con él y quizás fué en ese momento que el terror la envolvió como una ráfaga. Los ojos de Fran se volvieron rojos, como las llamas del horno. Su sonrisa comenzó a mostrar una hilera de dientes sucios y amarillos, babeaba. Sus manos entonces fueron de pronto, garras cerrándose en su frágil cuello y en una millonésima de segundo se dió cuenta que aquella curiosidad por conocer la leyenda del «pan maldito» como aseveraban las viejas, era tan cierta, como el horror de saber que moriría.
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