Ella lo miró con ternura. Era lo único que podía hacer por él en esta despedida. Apenas tenía 22 años.

–No quiero lastimarte más; mañana seré de otro. Para siempre.

–No es justo lo que haces, quién contra Dios– reclamó él todavía adolorido por las palabras.

–He tratado de explicarte, pero no me escuchas. Sólo atiendes a tus razones. Lo que te digo es para que en un futuro sigamos como amigos. No quiero perder tu amistad y los buenos momentos que hemos pasado juntos.

–Lo que me pides no puedo cumplirlo: te amo y no te das cuenta de que estamos destinados a vivir juntos, con o sin Dios.

Saulo se acercó a ella y sin contenerse más la beso en los labios. Ella no se resistió. Una lágrima corrió por su mejilla. –No sabes lo que haces– murmuró ella, mientras se levantaba del banco del parque Trinidad. –Te estaré esperando mañana. Si te decides, nos iremos juntos. Sólo dame una señal y seremos uno. Quiero un hijo contigo. Tendré el coche listo. Espero por ti.

Al otro día, Esperanza, vestida de novia, esperaba la llegada del obispo Benítez para el rito de consagración. Sobre el altar contempló al grupo de damas, otras vírgenes como ella, que habían ofrecido su castidad a Cristo. Él estaba allí. Logró verlo al fondo de la catedral, detrás de los últimos bancos, con un girasol en la mano y vestido de esmoquin. Las miradas se cruzaron y ella se ruborizó al recordar el beso del día anterior. Los amigos se acercaban a ella y la felicitaban. -¡Estás toda roja! – le comentaban y ella sonreía con vergüenza. Sus padres estaban a la derecha del altar y miraban el reloj nerviosos. El obispo llegó. Todos regresaron a sus asientos, mientras Saulo se sentaba en la última fila.

Esperanza desfiló de la mano de su padre. Todos los invitados se levantaron de la silla mientras la pareja caminaba por la nave central. Saulo sonrió cuando la vio. Con un tenue gesto le indicó que esperaba la señal para escapar a un paraíso donde solo serían ellos dos contra Dios y el mundo. Ella bajó la cabeza y se concentró la figura del obispo que les esperaba. Se sentó en un banco frente al altar mientras sus padres le arreglaban el velo. La misa comenzó con el saludo y la Liturgia de la Palabra. Al iniciar el Rito de Consagración, Esperanza se levantó y enfrentó al obispo. De reojo, miró a Saulo, quien también se había parado ¿Correría hasta los brazos de Saulo? Ella cerró los ojos. Asintió y respondió a la última de las tres preguntas de consagración: ¡Sí, quiero! Como ofrenda a Jesús, Esperanza se postró frente a la cruz del altar. Se levantó y contempló a los invitados sentados en la catedral. Saulo seguía allí, de pie. Lentamente, se acercó a la cruz del altar, y besó los pies de Jesús mientras Saulo salía por la puerta principal de la catedral.

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