La gente suele ablandarse conforme avanza la edad y ésta no fue la excepción. La tía Tesa fue, según me contaron, iracunda y mordaz en su juventud.
Llegada cierta edad, su salud se vio envuelta en un ciclo de altibajos.
Si bien sus ojos eran los mismos, la personalidad se volvió irreconocible. Apacible y tranquila como las aguas del Zirahuén. Siempre había sido una católica devota pero ahora rezaba más que nunca.
Mi tía Bety fue la única que cuidaba de la tía, pues nunca hubo descendientes directos.
A veces, en sus periodos de mejora, le era posible visitar a su hermano, aunque el malestar de columna la tuviera tumbada en cama todo el día.
La vi pocas veces, en algunas de sus visitas.
—Vamos a saludar a tu tía Tesa —decía mi mamá. En realidad era mi tía abuela.
La verdad es que tanto mi mamá como mis tíos evitaban en la medida de lo posible pasar tiempo con ella. Los ancianos recuerdan más y hablan mucho, y por alguna razón eso incomoda a los adultos. Cuando tenía energía suficiente, la tía elaboraba collares feos y tejía suéteres aún más feos que regalaba a sus sobrinos y terminaban arrumbados en el ático, el armario o desechados en algún vertedero.
En los días difíciles, mi tía Bety llamaba a mis abuelos, esperando que fueran. Quizá para no estar sola con la tía, o quizá porque genuinamente le deseaba más compañía en momentos de agonía.
—Mamá le dijo a papá que vaya a ver a su hermana pero él dice que para qué. —chismorreó mi madre al teléfono. —Al rato que se muera, sí va a querer estar ahí—.
Después de eso, la familia comenzó a especular sobre los motivos de mi abuelo.
«Pregúntenle directo, sería más fácil», pensó mi yo de 8 años. O quizá lo dijo, ignorado. Es interesante ver a los adultos olvidar lo que es ser niños al punto que creen que los niños nunca notan lo que pasa a su alrededor.
Ya sólo estaba esperando morir, implorándole a su dios que zanjara su dolor. Es lo que se dice de todo moribundo.
Cuando sucedió, de pura chiripa estábamos de visita. La casa parecía haberse encogido.
Después de saludar a la tía, mamá salió de la habitación.
Yo sentía curiosidad ante la vista de una anciana que parecía estar muy sola.
La miré, mirándome de vuelta. Pasaron unos cinco minutos de silencio antes de que brotaran las primeras lágrimas de sus ojos.
Me acerqué, intrigado mas no sorprendido. Una extraña fuerza atrajo mis delgados labios a su frente ahora pálida. Cerró los ojos con fuerza, expulsando lágrimas cual cascada. La glándula pineal pareció perforarle el entrecejo, escuché el último latido del corazón y percibí la exhalación final. No fue hasta entonces que cesé el beso, me incorporé y la miré; tendida inerte, tranquila.
Mamá dice que salí de la habitación diciendo, con rostro inexpresivo:
— Mami, la tía Tesa se ha ido a casa —.
Y eso es lo único que no recuerdo y que 10 años después sigo sin comprender.
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