Beso en blanco

Beso en blanco

Lia no era buena cuando se trataba de despedidas. A lo largo de su vida había tenido que desprenderse de tantas personas que le resultaba irónico cuán apretado sentía el pecho cada vez que Matteo debía ir de viaje al extranjero por asuntos de negocios.

Eran contadas las veces que habían logrado pasar una semana sin la voz demandante de su jefe del otro lado del teléfono y, si bien entendía que Matteo era un joven sumamente dedicado a su trabajo, le hubiera gustado que fuera un poco menos ambicioso. 

Incluso ahora, con sus pies hundidos en la arena, parecía estar ajeno al paisaje teñido de un tono anaranjado digno de una pintura de esas que exponían en el Paseo Italiano una vez al año. Esas que a su madre tanto le gustaban.

—¿Qué te tiene tan pensativo? —se atrevió a preguntar. Los ojos azul marino de Matteo lucían apagados, como aquellas noches donde apenas podía distinguir las estrellas desde el balcón de su departamento. 

—Nada en particular. 

Lia frunció el ceño. Le estaba mintiendo. —Eres un pésimo mentiroso, ¿sabías?

Matteo la miró, entonces. Tenía esa expresión difícil de leer plasmada en el rostro, esa de cuando las cosas no iban bien en el trabajo y tenía que quedarse horas extras en la oficina o, en el peor de los casos, pasar noches enteras sin dormir. Lia no sabía cuál le sentaba peor. —Perdón. 

—¿Por qué me pides disculpas? 

Matteo hizo una pausa, suspiró. —Mi jefe llamó esta mañana.

Lia se mordió el labio inferior. Le había escuchado decir lo mismo tantas veces, que sentía como si las palabras que salían de su boca estuvieran ensayadas. —¿Cuánto?

—¿Qué?

Lia apretó los dientes. No me hagas repetirlo. —¿Cuánto tiempo estarás fuera del país?

—Un par de meses. Puede que un año. —aquello le cayó peor que un baldazo de agua fría. Un año era demasiado tiempo. Más del que podría soportar. —No lo sé.

Lia se sentía fatal. Sabía lo mucho que Matteo valoraba su única fuente de ingreso, pero ¿realmente hacía falta que pasara tanto tiempo fuera de casa? De seguir así, se convertirían en un par de extraños que vivían bajo el mismo techo una vez al mes. 

—Lia, amor. —la llamó, acunando su rostro. Las manos de Matteo estaban frías, apenas resguardadas por la campera que traía puesta. —Volveré pronto, ¿sí?

Los labios de Matteo rozaron los suyos en un beso corto y suave, el gusto amargo a despedida mezclado entre un juego de palabras vacías. Palabras que eran pocas. Palabras que no sabían a nada. Palabras que decían todo aquello que no estaba dispuesta a escuchar.

—Sí, lo sé. —Lia forzó una sonrisa, tirando de la tela color café. Con el corazón en las manos, se aferró a ese otro cuerpo que cargaba los restos de una vieja promesa sobre los hombros, y cerró los ojos.

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