Estaba viviendo la peor pesadilla en mucho tiempo. Afuera, una locura sanitaria inventada por sicópatas de la ingeniería social prevalecía y se imponía, mientras, en mi cabeza afloraba aquella extraña sensación de inestabilidad emocional, que hacía mucho no sentía. El encierro y las privaciones de libertad hacían estragos en mi interior. Eran tiempos difíciles para cualquiera, la escasez, las necesidades, los tratamientos inconclusos y el estrés que todo esto provocaba era generalizado; parte o la totalidad de la población lo experimentaba, y para asegurarse de ello, estaban la policía y los militares en las calles, día y noche, controlando cada segundo en que un acto de libertad pudiera cometerse allí afuera.
Vivíamos en constante “estado de sitio”, con la insistente carga del terror a lo invisible por un seudo-virus, “mortal y contagioso”, además del miedo a la sanción, al encarcelamiento, al procedimiento forzado y a la aplicación obligatoria de vacunas para el control mental y totalitario. Estábamos padeciendo la Dictadura relatada en “1984” por George Orwell.
Muy pocos se atrevían a desafiar al sistema impuesto y a salir sin el consentimiento obligado que ofrecía el sometimiento. La única salida era el escape a oscuras, bien planificado, para no ser descubierto.
Una noche, envalentonado, me atreví a merodear las arriesgadas arterias que cruzaban la ciudad. Sorpresivamente, me pareció más bella que nunca, aunque su silencio y su soledad, me abismaron. A veces, un aullido de perro a lo lejos, irrumpía esa quietud en penumbras y me devolvía a esta realidad, que superaba a la ficción.
¡De pronto, unos pasos se acercaron apresurados! El miedo se apoderó de mi pobre existencia, que, a esas alturas, no hallaba sentido en la vida. De espaldas, arrimado a la pared como una pobre rata, comencé a retroceder buscando dónde esconderme, la imaginación me jugaba en contra, sugiriéndome un sinfín de maneras de morir. Aterrado, sólo quería huir de allí, y encerrarme como el resto.
Cuando logré llegar a un callejón sin salida, donde las luces ambarinas no iluminaban, corrí hacia el fondo de este, entre cajas y basureros que hedían fuertemente. Sin pensarlo, me lancé detrás, quedando con heridas en mi cuerpo que contuve con dolor.
Mi corazón palpitante a mil por hora, mi boca sigilosa para no emitir sonido, mis ojos cerrados y mis oídos expectantes ante el menor ruido. En eso, oí unas pisadas aproximándose. Me sentí perdido, más cuando me cayó encima una muchacha delgada, de mirada frágil, igual que yo. Reflejados el uno en el otro, nos miramos sin decir palabra, como adivinando el temerario momento en que nos exponíamos ambos, aun así, nos sentimos acompañados en ese instante de vida o muerte. Como por arte de magia, ambos dejamos de temblar, y mientras circulaban tropas cercanas al lugar donde nos refugiábamos, ninguno de los dos sentimos miedo de morir, es más, percibimos esa conexión que buscábamos toda la vida, y que sellamos con un beso instantáneo que pareció eterno. Fuimos libres. Luego, se oyeron disparos…
FIN
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