Con treinta años mi vida transcurría trabajando en mi pequeña
cafetería de barrio. Cafés, tés, tartas de queso, pastel de manzana, de calabaza, helados…
De vez en cuando, alguien se acercaba y te daba conversación.
Contaban lo que habían vivido y lo que habían dejado pasar, lo que les
quedaba por vivir y lo que no dejarían escapar. Pero pocos hablaban del
presente. Quizás era algo muy personal, muy íntimo decir qué era de sus
vidas en ese momento, qué sentían, si eran felices o simplemente dejaban
transcurrir la tarde tomando un té con pastas de mantequilla.
Un día de invierno llegó ella.
No me di cuenta hasta que levanté la
cabeza del mostrador. Habían pasado muchos años. Estaba algo cambiada
pero reconocible, guapa, con un gorro de lana verde ceñido a la cabeza ¿Café? ¿Tarta? Tenía prisa. Sólo había ido a pedirme perdón. No quería
dejar la ciudad sin hacerlo. Que no podría perdonarse nunca cómo me
había tratado. Doce años después, ya veis. No pude decir nada. Su
relación con Tony hacía aguas y se iban a ir un tiempo para intentar
solucionarlo. Me preguntó si estaba con alguien. Le respondí que sí, con
una vecina de trece años. Improvisé. Rio y lo iluminó todo. Se despidió
diciéndome que estaba muy guapo. Ya veis.
Regresé a casa pensativo. La chica de trece años existía de verdad,
aunque no estuviéramos juntos, claro.
Martina me esperaba en el jardín. Era una chica encantadora en el
sentido estricto de la palabra. Capaz de poner en aprietos a cualquier
adulto si se lo proponía.
Le conté la visita de Norah. Así se llamaba. Que la conocía desde
niño. Omití los episodios desagradables. Hablamos del amor, de no poder
olvidar a alguien y de la necesidad inevitable de compartir nuestras vidas.
Era una niña cautivadora, adelantada a su edad; sin duda llegaría a ser una gran mujer.
Un día Martina me presentó a un novio, un pelirrojo pecoso que más
parecía su hermano pequeño. Debo reconocer que sentí celos. Aunque lo
nuestro no se pudiera materializar, habíamos creado unos lazos
emocionales muy fuertes.
Con el tiempo dejé de verla. Supongo que tendría sus planes de
adolescente, con amigas, el pelirrojo ese, o cualquier otro novio que
tuviera ya.
Un domingo por la mañana llamó a mi puerta y me dijo triste que se
mudaban. Sentí algo extraño en el estómago. Le di un beso de despedida y
me preguntó si la recordaría. Siempre, le dije.
Los lunes en la cafetería suelen ser ajetreados. Multitud de cafés
para trabajadores de los comercios cercanos y jóvenes estudiantes, sobre
todo. Cuando pasaba por la puerta algún grupo de adolescentes siempre me fijaba en
las chicas, por si volvía a ver a Martina.
Cuando cerraba, ponía música mientras acababa de recoger.
Y fue una noche de esas cuando me pareció ver a alguien fuera, tras la cristalera.
Abrí la puerta y era ella. Nos quedamos mirando.
-Pasa, te prepararé un trozo de tarta con helado.
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