Que ironía del destino, hacer coincidir a personas que no deberían hacerlo. Que ironía del amor, hacerse más intenso mientras más prohibido es, y que pecado el mío al amar tanto a una mujer que ya tiene dueño.
Recuerdo la primera vez que la vi, ella buscaba quien le tomará una foto y como si ya tuviéramos que encontrarnos pasé justo en ese momento y me pidió ayuda.
Tantas cosas me provocaron sus ojos cafés que desde entonces al recordarlos me quitan el sueño y me vuelvo el más loco enamorado.
Ese día después de fotografiarla nos sentamos, hablamos de su vida y de la mía. Nuestros mundos eran muy diferentes pero nuestra personalidad no.
Aunque ella era una reina y yo un hombre muy sencillo, las coincidencias fueron muchas, quizá por eso desde entonces hubo tanta confianza.
Siempre pasaba varios días sin verla pero nunca salía de mi mente. Cada día la buscaba en el lugar donde la conocí y si podíamos hablar me ponía muy feliz y notaba que ella también lo estaba cuando hablábamos. Aunque a veces estaba mal por problemas de pareja, nos poníamos a hablar y todo se nos olvidaba, incluso el tiempo.
Hacíamos cosas lindas como juguetear, ver atardeceres abrazados, caminar, salir de noche, ver las estrellas mientras hablábamos y reíamos, también nos tomábamos fotos, uno al otro o juntos como si fuéramos novios, esas eran las que más me gustaban. Las sonrisas no se nos podían borrar y aquellos abrazos al encontrarnos hacían que se adueñara cada vez más de mi corazón.
Recuerdo como cada vez que la veía sonreir me llenaba de ganas de besarla y cada vez que podía rodaba su piel o me acercaba para sentir su aroma.
Sabía que Dios estaba en contra de ese sentimiento y que no debía dejarme llevar, pero prefería pecar y ser feliz al imaginarla entre mis brazos y fantasearme con ella cada noche e imaginar historias mientras me la pasaba sentado en aquel lugar donde nos conocimos con la esperanza de verla.
Llegó el día en que ya no pude ocultar lo que sentía, me quemaba por dentro sin hablarle de mis sentimientos y moría por saber si ella también sentía lo mismo por mi.
Por todo eso tome la decisión de buscarla, de nuevo mi cabeza me decía que no estaba bien, pero mi corazón y su forma de acelerarse al pensar en ella me gritaban que la buscara. Me la encontré en aquel lugar y no me salían las palabras, solamente quería llenarla de besos y con la garganta casi cerrada le dije que la amaba y sin preguntar nada la besé.
Ese beso detuvo el tiempo, fue mágico, jamás había sentido un sentimiento tan intenso y tanta felicidad con unos labios. Quise quedarme en ese beso, me sentí caminar por las estrellas con la mujer más bella del mundo entre mis brazos. Que importaba que fuera prohibida, que importaba si el mundo lo desaprobaba, que importaba si era un pecado.
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