Los besos de Cabiria

Los besos de Cabiria

mónica borgogno

12/03/2021

Qué tristeza. Qué pobreza la mía. Mendigarte un beso. Ahora que estoy sentada en esta plaza recuerdo lo tonta que fui una y otra vez. Mendigar el amor. Creer en el amor y defraudarse, como una cinta sin fin.

Mendigar es lo que mejor me salía.

“Me dai un baccio?”, le decía entre unos árboles a un Oscar que creí enamorado de mí. Era un buen refugio para eso y me dio el beso, pero había silencio en su mirar. Cómo no me di cuenta. Podría haber sospechado pero no. Ese hombre me había visto unas diez veces y me propuso casamiento. Quedé hipnotizada. Entonces vendí todo lo que tenía y me fui. Junté flores y lo seguí por el bosque a ver el tramonto que ahí sería maravilloso, indescriptible, único, amoroso, bravo y rojo. Se llevó mi bolso con la plata y me quedé sola otra vez.

Me había llamado la atención que me besara la mano, un roce apenas de unos labios que fabricaban palabras bonitas. Ese hombre no quería nada más. Parecía el más angelical de todos los candidatos, un milagro de la virgen santísima. Cuando me dio ese beso me aterró, era como si yo fuera lo mejor que le hubiera pasado, era demasiado para la pobreza de amores de la que venía. Luego le di un beso así para agradecerle tanta bondad que caía en mi vida. Es que unas noches tenía que huir y esconderme de la policía y otras tantas, volver con mis compañeras de la noche e inventar y hasta llevar testimonio de algún amorío envidiable con el que una vez me topé en la calle. Así lo conocí a Federico, el director italiano, sí. Las mujeres morían por él. Se había peleado con Giulietta y me invitó a su casa pero cuando estábamos conociéndonos, llegó Giulietta y yo quedé encerrada en el baño toda la noche. Espié por la cerradura como él la besaba a ella. Igual volví al ruedo, con las chicas, con la foto preciada como un trofeo de nada conseguido, porque no había pasado lo que ellas querían que les cuente, pero a mí no me importaba. O sí. Esa vez yo le dí a Federico un beso en sus manos delicadas, en gratitud, porque había paseado en coche por la vía Veneto, me había dejado desatarme en un mambo contagioso, comí rico y entre almohadones en una cama o sillón de forma rara y porque al salir, me perdí en la casa más grande que jamás había visto.

Acá en la plaza ya empezó a refrescar pero este atardecer es bien olvidable. Esto no es tramonto, porque llega con demasiadas soledades. Busco la mantita a cuadros, tengo una igualita a la de Cabiria, la de la película. Soy tan torpe que se me cayó y cuando intenté alzarla apareció un buen mozo y me ayudó. Se me cayó una lágrima. Ahí le agarré las manos al joven y se las besé despacio como para que no se vaya.

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