– Quítatela.
Él me reprocha que siempre estoy con lo mismo, que soy superficial, que insisto demasiado. Pero también lo amo. Te amo, le dije ayer por la tarde en el coche, todavía abrazados, todavía desnudos.
Son dos años esperando lo que me quiera dar, lo maravilloso, lo triste, lo trágico o lo extraordinario. Y por encima de todo sus besos. Por eso no ha faltado un día en que no se lo haya pedido. Él me responde con caricias, abrazos, fuegos artificiales en el cielo, el vaho del cristal, un conejo hipnotizado por los faros. Todo es perfecto y mágico. A veces desliza por encima de su oreja una de las tiras laterales y me permite ver y besar su mejilla, que es como besar un trozo de cielo. Pero la mascarilla sigue ahí, desafiante, equidistante entre orejas, como un eterno muro de poliéster que nos separa y que me obliga a ceder, porque amo, porque lo nuestro ha trascendido al tiempo y al entendimiento, pero precisamente ese amor que siento me impulsa pedírselo una y otra vez, aunque eso signifique arriesgarme a perderlo.
– Si sigues insistiendo, vamos a tener que dejar de vernos.
Eso dice y todavía me río.
Mis amigas son poco comprensivas al respecto, se empeñan en que esconde algo y van difundiendo falsedades como que me engaña con otra. Pero están celosas porque es guapísimo. Él no me ha engañado y sé que no lo hará. El distanciamiento social lo marcó con una total indiferencia hacia otras personas. Si la canción de Roberto Carlos ‘Un millón de amigos’ la hubiera escrito él, diría:
‘Yo no quiero tener ningún amigo’.
Todas las estrofas.
Así que confío plenamente en su incapacidad para relacionarse con cualquier ser humano que no sea yo, lo que me hace sentir tan especial y segura que cuando descubrí que estaba embarazada se lo solté tranquilamente.
– Estoy embarazada.
¿Y qué si no lo habíamos planeado? Él parecía contento. Yo lo estaba y uno o tres o siete bebés tampoco tendrían por qué cambiar nuestra vida. Intuí una sonrisa debajo de la mascarilla. Soy feliz. Quiero ver tu cara en este momento especial, por favor, quítatela.
Nada.
Tres meses después me puso un anillo sobre la barriga. Era tan gigante que parecía una sandía. La barriga, el anillo era de tamaño pitufo. Le besé la frente, los ojos, el cuerpo. Me casaré contigo, a ti no te puedo decir que no porque tú eres lo mío y, si no lo eres, haces que lo mío sea mejor. La mascarilla estaba como un trapo recién sacado de la lavadora. Quítate eso.
Entonces pasó.
Se incorporó un poco y se quitó el elástico asido a su oreja derecha y luego desenganchó la otra tira de la oreja izquierda y puso la mascarilla sobre mi barriga, tapando el anillo, en fin, una mosca podría haberlo tapado, qué pequeño era.
Nos miramos.
Nos besamos.
Y pensé que ojalá nunca le hubiera pedido que se la quitase.
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