Intenté besarlo en la frente, y se apartó de mí diciendo:
―¡Andate, traidor a la patria, y pudrite en tu España del alma!
―Y vos, cobarde, quedate en este infierno de país.
Me fui, y no volvimos a hablarnos con mi hermano Diego.
En 2001, De la Rúa huyó en helicóptero, dejando al país con el culo al aire. Y yo, que con casi sesenta años había depositado todos mis ahorros en las garras de los bancos, hice un bollo con la poca ropa que no había vendido, lo embutí en el bolsito Adidas y, gracias a un amigo que me ayudó con el pasaje, aterricé en el aeropuerto de Barajas.
Me fui solo, porque yo era solo: después de aquella monstruosa imputación que mi hermano me había escupido, era más solo todavía.
Durante años urdí, en mis pesadillas, dialécticas batallas con Diego, quien en la realidad se esmeraba participando en actividades absurdas que sostenían su ilusión de recuperar la platita, ahorros que le habían retenido también a él. Practicaba entonces inútiles ayunos, encadenamientos a las puertas del Nación, y todo tipo de solitarias protestas con megáfono ―de esas que pasan por todos los canales y en YouTube, razón por la cual me enteré de tales desventuras.
En España, la suerte me encontró bien dispuesto. Y me fue bien. Hoy, a mis ochenta, soy un empresario retirado que vive de rentas y que se pasa el verano y el otoño en su casa de campo, en las afueras de Madrid.
Diego no tuvo tanta suerte. Ni por asomo.
Un primo me escribió, hace unos años:
Hola, Juli. Te cuento que fui a ver a Diego. Lo noté como consumido, pobre. Llamalo, por favor.
Ni siquiera respondí a ese correo.
Trepábamos al balcón de la Casa Rosada. Con la mirada húmeda, mi hermano se queda tildado contemplando la Pirámide de Mayo. Entonces yo aprovecho su distracción, y lo sorprendo estampándole un beso en la frente. Él me grita, y suena tan real que logra despertarme:
―¡Julián!
Me levanto, asomo mi cabeza por la ventana.
Más allá del portón de la finca, protegido del sol bajo el par de olivos añosos que suelen resguardar mis horas de lectura, un esqueleto de larga barba blanca me saluda con la mano en alto. Tres guardias de mi custodia lo flanquean. Tardo en darme cuenta de quién es.
―¿Qué hacés acá, Diego?
―Leo los diarios ―me responde, y extiende los brazos como si desplegara grandes letras en el aire―: «El EMPRESARIO JULIÁN MIGUEL ROCA DIAGNOSTICADO CON COVID».
Le señalo los dos sillones individuales del porche.
Antes de sentarse, mete la mano en el bolsillo. Y, con orgullo, me muestra su pasaje de Aerolíneas.
―Si me hubieras avisado ―protesto―, te lo pagaba yo mismo.
Me sonríe con aquella sonrisa que sólo yo le conozco. Y lo comprendo todo: le han devuelto los ahorros, uno por uno. Ahorros que sólo quería recuperar para volver a verme. Ahorros que apenas le alcanzaron para llegar a España.
Juntamos nuestros codos, y nos quedamos así. Sin poder abrazarnos. Sin poder darle yo el beso en la frente, como en el sueño.
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