«Soy un anciano que garabatea recuerdos y culpas en trozos de papel añejo. Paso los días en ésta España mía añorando la irritación de la sal del mar Caribe, como barco sin timón, alejado del pasado de mi leyenda en Cayena. Cada pensamiento me transporta al desarraigo obligado. A ese amor prohibido. A la mujer negra cuyas fotos llevo en mi billetera hace 50 años ¡Cómo pesan! ¡Cómo duelen! ¡Cómo late en mi corazón ese amor, que, por cobardía abandoné! Es una cruz de piedra que cargaré eternamente. Soy un cristo cobarde que faltó a su promesa».– escribía Joaquín.
Medio siglo haciéndose reproches. Su familia había partido en los 30s hacia América. Las noticias del Nuevo Mundo eran prometedoras. Sesenta amaneceres navegando desde la fría nieve, a las cálidas palmeras de Guayana en la costa septentrional de Sudamérica. Tierra que ofrecía: madera, café, cacao, tabaco y azúcar a decenas de extranjeros junto a originarios, mestizos y franceses. Vivió en Cayena los 20 años más felices libre de prejuicios –al menos eso pensó al principio–. Conoció a Marisel, hija mulata de un blanco y una descendiente de esclavos africanos traídos durante la colonia para trabajar en las plantaciones. Crecieron sin entender imposibles o pieles de distintos colores. Todo fue: aventuras en la selva, la playa, las palmeras…
La relación avanzó y la familia se preocupó. El amor interracial estaba prohibido para los españoles de los 50s. Enviaron a Joaquín a la península. El último encuentro fue en un galpón de especias.
– Marisel…, ¡no desesperemos! Ésta separación será mientras estudie –. Dijo acariciando sus rizos.
– ¿Volverás a mí Joaquín? ¿Lo prometes? ¡Mira que voy a esperarte!
– ¡Prometido! –. Esa noche, con las bolsas de arpillera de testigo, se amaron entre llantos y promesas de reencuentro.
Desde Madrid, se cartearon. Los años pasaron, pero Joaquín nunca volvió. Un affaire lo convirtió en padre antes de lo esperado. La correspondencia cesó y ambos se casaron sin amor.
Una mañana cualquiera, un telegrama llegó.
– ¡Noticias de América papaaá! –gritaba su hijo con el papel en mano. No era extraño, muchos amigos habían quedado allá. Al abrirlo encontró un texto escueto:
“Querido amigo, una peste nos azotó. Marisel está gravísima. No creo que sobreviva. Tú sabrás”.
Nuevamente fue cobarde. Envió una carta. Nunca supo si le llegó. Y durante años siguió contando su historia de amor con final injusto, como un crimen perdido en tierra de nadie. Pensaba en vidas diferentes si hubiera mandado a todos a la mierda en su momento.
“¡Hoy cumplo los 70 Marisel!” – dijo esa mañana mirándose al espejo como si ella estuviese detrás escuchando –. ¿»Será posible otro final cincuenta años después…?». Acompañado de su hijo regresó a Guayana. La búsqueda fue corta. Un certificado dio la pista. Las huellas llevaban a una tumba. El ciclo de amor se cerró con un golpe de rebeldía del destino: Descendientes de aquella pareja, se enamoraron de personas de otras razas.
En la billetera de Joaquín, Marisel sonríe desde una foto en blanco y negro…
OPINIONES Y COMENTARIOS