Sonsoles era una de esas niñas de trenza larga y morena que tanto envidiaba. No, era más fascinación que envidia. Hablaba y escuchábamos, se dirigía a nosotros con autoridad y te hacía sentir que era solo a ti a quien hablaba de aquel modo digno, dulce e implacable. Todos en la parcela estábamos destinados a cumplir sus órdenes, a caminar por donde ella decidiera, igual daba que fuera el jardín, a pesar de su cartel de prohibido pisar el césped, como la barandilla que separaba el patio de la caída de la rampa del garaje. Organizaba los juegos, decidía los equipos y disponía de las gomas de saltar, balones y bicicletas de los demás.
Si Sonsoles te decía que tenías que estar después de la peli del sábado en los contenedores, estabas. Si te decía que sería guay jugar a Dallas, jugabas, y te escondías detrás de los cubos y hacías como que ella era J.R. y tú alguna de aquellas preciosas mujeres a las que seducía en cada episodio. Si te decía que había que besarse como en la serie, inclinando un poco la cabeza hacia un lado y juntando muy fuerte las bocas, lo hacías, aunque te temblara todo el cuerpo y notaras que la sangre te subía de golpe a la cabeza y que el corazón se te salía. La besabas aunque creyeras, a tus siete años, que quizá te estuvieras casando con aquella niña que tenía la vida del universo entero en su mirada y te mareabas solo de pensar que puede que fuera así como se hacían los bebés y que por qué olía tan bien allí si estabais rodeadas de basura. Sobre todo si eras la niña invisible de pelo ralo en la que nadie reparaba nunca.
Historia de un beso
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