ENTRE LOS OLIVOS

ENTRE LOS OLIVOS

Porque ya no le amaba. Porque le había engañado. Porque sabía de su falsedad, de su enorme mentira, de su fingida superioridad. Ahora, mientras subía por aquel monte entre la oscuridad y el silencio de la noche, sentía el dolor de haber caído en la seducción de aquel embustero, de aquel falso iluminado. Él, que le había administrado con eficacia los dineros de aquella extraña familia, solo había cosechado desprecio de su parte. Podía sentir su antipatía y su rechazo, quizá por ser el único que no se arrastraba tras él como un ciego perro fiel. 

Olvidado ya el hechizó de aquellas palabras tan nuevas y hermosas, de nuevo surgió la dura lucha interior. Siempre le atormentó la culpa por haberse desviado de sus creencias antiguas, pero la persuasión de aquel hombre y sus dulces promesas de eternidad le mantuvieron largo tiempo hechizado. Y un día el sueño se rompió cuando contempló aquella furiosa violencia con los mercaderes del templo y el enfrentamiento con los sacerdotes. 

Él intentó mediar con aquellos altos rabinos, pero estos no podían perdonar la osadía de aquel insolente falso mesías que se proclamaba Hijo de Dios, y le despidieron con amenazas de anatema. Su mirada desde entonces se transformó en atenta vigilancia. Deseaba descubrir los trucos de magia que embaucaban a las gentes y les convencían de la naturaleza divina de aquel hombre. Siguió, atento, con él, y vivió el rápido ascenso de la fama del predicador que iba aumentando enriquecida por fábulas y hechos que al pueblo gusta imaginar.

—¡Hijo de Dios!, —murmuró mientras ascendía entre los olivos, —su soberbia bien merece un escarmiento.

Notaba a cada paso la bolsa de las monedas golpeándole la pierna y pensó que el Sanedrín no había sido muy generoso, pero el dinero era lo de menos. Era necesario acabar con aquella blasfemia de una vez. Y el maestro bien sabía quién le iba atraicionar. Le dio a él el pan mojado cuando dijo, en la Pascua, que uno de ellos le iba a entregar. Él tiene sus espías, pero no sabe cuando y como pasará, pensó. Podía oír los pasos de la muchedumbre que venía más abajo.

Llegó al claro donde solían reunirse para orar y pudo distinguir las siluetas de sus compañeros. También gentes armadas iban llegando al lugar.

Se acercó a la figura central. Y adelantando los labios a su mejilla dijo:

¡Dios te guarde, Maestro!

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