-¿Nada más, hija?
-Nadita.- yo sabía que mentir era pecado, pero no confesé lo demás.
No le dije que me aterraban los mensajes de la clase de catequesis. “Cada pecado es una raya negra en el corazón, hasta que de tanto pecar se muta lo rojo en negro”.
Entonces, me escondía detrás del busto de Sarmiento para no entrar a la clase de religión, y cuando había pasado el peligro, salía por el agujero del patio de la escuela, donde me esperaba el vecinito que vivía en los fondos. “Si sostienes los cubiertos hacia arriba, le pinchas la panza a los angelitos” “Si caminas para atrás, le pisas el manto a la Virgen” Y cosas así decían, que me asustaban, pero igual, Juancito me recibía con unos besos tan tiernos…
Más tarde, cuando ya había pasado la Comunión, me mandaron al Colegio San José, de las monjas. Las pupilas del norte me contaban sobre sus pueblos, la leyenda del Pombero, que robaba a las niñas que no dormían la siesta, y ¡les hacía cosas horribles! Otra narró cuando se escapaba hasta la orilla del río, y en la barranca se encontraba con su novio. Dice que hacía magia él, cuando le acariciaba el botoncito rosado, hasta que se le paraban los pelitos que lo rodeaban… Entonces, todas nosotras probábamos de hacer esa magia en la habitación oscura del internado. Y al fin, le veíamos la cara a Dios.
Como en todos los sitios, hay pecadores y pecadoras; la rebelde Sor Ethel nos leía fragmentos de “Decamerón”. O nos contaba la historia de los expulsados del Paraíso, como la de “el eunuco apenado”, a quien Dios lo castigó conservándole el pene y le permitió llevarse la manzana prohibida, para que viviera la penitencia de una tentación permanente.
Anoche, en mi casa, recordé lo que me había secreteado mi vecino, el monaguillo: vio en un cajón de la sacristía, un montón de bombachas, tangas, calzones y culottes de las monjas que iban a visitar al curita joven, recién llegado al pueblo. Así, se me representaban escenas de ésas, que no se cuentan habitualmente.
-¿Has pecado con los pensamientos?
-A la hora del Angelus podía ir a purificar mi alma entrando por la Sacristía y rezar un Padre Nuestro y dos Avemarías… No fui más, el olor a velas e incienso me asqueaban. Ya tenía el alma negra, lo había pinchado al querubín culón y le había pisado el manto a la Virgen.
Más adelante, cuando las tetitas crecieron, empecé a usar corpiños y cuando me lo permitieron, me maquillaba “como una puerta”, me vestía como señorita mayor, con tacones altos y todo. Iba al “Puticlub”a hacer el baile del caño y me salía re-bien. Sigo allí, porque se gana mucho dinero en ese oficio.
De regreso, en la madrugada, con los zapatos en la mano y los labios mamarracheados de rojo, me tiro en la cama a pensar en el concurso de los besos del Club de Escritura.
Veré qué puedo hacer.
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