Mamita querida:
A pesar de esta distancia física que nos separa, todavía siento en mi cuello tus besos cálidos que reflejan todo el amor desmedido que solo una madre puede repartir. Es increíble cómo, con el crecimiento personal, la tolerancia al beso también se va modificando. En mi caso, el acto de BESAR ha mutado, ha crecido, pero también se ha vuelto selectivo.
En mi infancia me encantaban tus besos. Tu nariz prominente en mi cuello cuando intentabas darme una ráfaga de besos, era gracioso y me hacía cosquillas, adoraba tu cercanía física, que me abrazaras, me besaras y me protegieras. En mi adolescencia, esa etapa complicada donde, según los científicos, hay una poda de neuronas, mi rebeldía alejó tus besos y tus abrazos, y fueron sustituidos por gritos y discusiones, porque la erudita creía que podía cuidarse sola. Pasó un poco más de lo mismo en mis 20, ya la distancia física era una constante en nuestras vidas, pero al menos podíamos vernos 3 veces al año, pero ¿recuerdas cómo me reprochabas que no te besaba ni te daba cariño? Lo confieso, fui/soy una hija muy dura, y juro que quisiera ser diferente, pero supongo que una se forma de una manera muy distinta a lo que una madre quiere, y lo bueno de las madres buenas, es que de esa hija siempre va a estar orgullosa. A mis 30, y ya con un océano, un río y 7000 kilómetros de por medio, te beso todos los días, tú también me besas, y vuelves a hacerme cosquillas en el cuello.
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