Estábamos borrachos e impúdicos. Libábamos ginebra y tequila. Aquella noche frígida de setiembre transcurría entre mejunjes y excitaciones. Habíamos irrumpido en un bar que atiborraba de bohemios y casanovas. La fragancia del incienso y el humo del cigarrillo aromatizaban el bar. El establecimiento era fastuoso: techo minimalista, pared rústica y suelo embaldosado. Una gramola pintoresca, cuyos colores despampanantes formaban un arco, reproducía canciones. Boleros románticos, cumbias y vallenatos resonaban a todo volumen. Tres máquinas de bebidas alcohólicas adornaban los rincones del bar. Y dos bármanes escanciaban los brebajes en la barra iluminada.

— Bésame— espetó Helena, pasando el dedo índice por mis labios caídos.

—¿Qué dices?— pregunté, mirando fijamente los ojos castaños de la mozuela. Aquella petición me sorprendió. Asombrado y ensimismado, esperé la contestación de Helena.

— Bésame — reiteró—. Si no quieres besuquearme, tendré que largarme. Tendré que buscar a otro sujeto. La cobardía estropea tu hombría, Jeremías.

— Yo quiero follarte —mascullé.

Casi de inmediato me acerqué a Helena. Y clavé mi mirada en la suya. Nos contemplamos en silencio. Aborrecí el mutismo. La única alternativa era besarla apasionadamente. Besarla como si fuera la última vez en liarnos. No podía desaprovechar la oportunidad. Pero la deprecación de Helena me pasmó. Nunca sospeché la osadía de Helena. Me acobardé con su demasía. Medité. Varios pensamientos pulularon por mi mente. Solamente los cobardes y tímidos eluden situaciones peligrosas, como los momentos de lujuria y amor. Tragué saliva y resollé largamente.

— ¡Bésame, Jeremías! ¡Atrévete! —susurró Helena, destruyendo el mutismo.

Dicho el apotegma, atraje el semblante angelical de Helena. Ella, bellísima como una muñeca de porcelana, no repelió el contacto. Yo, desaliñado como un holgazán indigente, no compelí. Enseguida recorrí los bordes de sus labios puntiagudos. Me enardecí. Mi dedo índice culminó el trayecto en la comisura derecha. Justo cuando terminé, rememoré la prosa de Julio Cortázar. Inexplicablemente, el pavor y nerviosismo desaparecieron de mí. Ya no temía. Me envalentoné. Apresuré el designio. Con denuedo, levanté su mentón y besé su cuello. Un gemido estalló en mi oído. Me excité. Vi de reojo el contoneo de Helena. Las vigorosas piernas de Helena se movían al ritmo de mis lengüetazos. Entretanto, ella jugueteaba con mi cabello ensortijado y penetraba mi oreja con su lengua ávida.

Embriagado de mejunjes y excitaciones, seguí besuqueando el cuello de Helena. Sus gritos de placer repicaron en mi tímpano. Aquellas melodías libidinosas me enardecieron. Los gimoteos de Helena endurecieron mi sexo. Apenas se percató de la erección, toqueteó y masajeó el bulto. Luego mordió mi lóbulo. Grité de dolor. El mordisqueo fue tan impetuoso que casi mutila mi oreja. No la recriminé. 

— ¡Bésame, Jeremías! ¡Bésame y fóllame! —musitó Helena, balbuceando de complacencia.

Al instante, coloqué los dedos sobre las mejillas rusientes de Helena. Mis meñiques acariciaron las comisuras de su boca. Cerré los ojos azabaches y besé sus labios puntiagudos. Helena respondió el ósculo con vehemencia. Nuestras lenguas húmedas se enredaron. Su boca sabía a ginebra y tequila. Descubrí el frenesí con el morreo de Helena. Fue una noche inolvidable.

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