¿Cómo he llegado a esto?
En principio con mucha suerte, vadeando obstáculos como en una prueba de 3.000 ídems. Dando vueltas y más vueltas. Mojándome en la ría bastantes más de las prescriptivas siete veces…
Recuerdo que de niño me cotejaban las rodillas deslomadas por los juegos, me peinaban con raya a la izquierda y me conservaban más pulcro que una patena.
«¡Buenos días!», «¡buenas noches!», «¿puedo levantarme de la mesa?». Siempre rubricaba las peticiones con un respetuoso beso. También en las despedidas, reencuentros, sepelios, juegos de prendas, confesiones, en estampas, juramentos («¡de verdad, por estas…!», y besabas índice y pulgar como un poseído), oraciones antes de dormir, y en un largo etc. hacía aletear ambos labios como forma más genuína de manifestación personal.
Pronto entró el sexo en escena. Para mí, el de los ángeles pues nunca tuve la fortuna de otros que hacían pinitos con cigarrillos de anís y con filetillos tempranos en ferias, a media luz.
Un beso de película era objetivo a alcanzar en la adolescencia lerda de mi época. La imposibilidad quizá llevara a algunos a estrellar botellas de refrescos contra la pantalla de cemento, en los cines de verano cuando aparecía un beso total, largo, chupado. Entonces controlábamos la duración subiendo el tono hasta el grito desaforado si se superaban los diez segundos.
Éramos la «Pandilla del Pueblo». Coincidíamos en los cálidos estíos de principios de los -60 del pasado siglo. Catorce chicas y ocho chicos. A pesar de que me tocó la más fea (según las malas lenguas, que eran muchas) con el tiempo alcancé con ella una gratificante amistad. Pero se metió monja. Yo quedé «in albis».
Besos eran garantías de amor eterno. De esas dí unas cuantas. Luego se me pidieron réditos y los divorcios supusieron una gran merma en mi ánimo. Y en mi cuenta corriente que vi fluir, fugitiva…
Un día dí limosna a una mujer. Su hijito se abalanzó sobre mí y me estampó un sonoro (y pegajoso) beso en la mejilla. Naturalmente, estuve tiempo sin limpiarme el rostro. Esa mácula era el mayor premio obtenido en mi corta vida.
Ahora sigo considerando escaso el acontecer vivido. Jamás he dado un beso de Judas aunque reconozco que sí he dado muchos de Barrabás.
Prácticamente he besado todas las áreas epidérmica de gentes merecedoras de adoración…
Debo confesar, finalmente, que el primer beso «serio» que dí a mi actual pareja fue hace más de veinte años. En la Campa de Torres. Parque arqueológico que domina la desembocadura de la contaminada ría de Aboño, junto a Gijón, Asturias, ESPAÑA.
«¿Te puedo besar?», pregunté.
Asintió y las olas del Cantábrico se encabritaron y rugieron durante unos interminables segundos.
Siguen bramando hoy en día. Las galernas se han ido soslayando con pericia. Alguna tormenta amenazó con hundir el navío. Pero aquí hay un viejo lobo de mar al timón de su propio esquife.
Este pirata, a veces gentil, todavía es capaz de arrodillarse y tratar a su compañera bucanera como a una reina…
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