Algo no cuadraba. Pero así iba aquel ambiente. Él, un cincuentón de pelo cano, que lucía una prominente barriga, aceptaba, con aparente resignación, los cariñosos arrumacos de aquella espléndida morenaza que le acompañaba.

“Joder con este tío, qué suerte tiene. Por un beso de esa mujer daría un riñón”, pensé mientras miraba mi cubata que ya había derretido todo el hielo.

Me acerqué a la barra y tomé asiento en un taburete, junto a ellos. Pedí al barman unos cubitos, para alargar un poco más la vida de mi copa, que aquel selecto garito era de los caros y yo estaba tieso.

El camarero me caló al momento. De forma displicente, con unas elegantes pinzas, dejó caer un par de piezas en el vaso de tubo. Con notable desprecio, su altanera mirada parecía indicarme que aquel no era mi sitio.

—Chaval. —La morenaza, aparentemente indignada, se dirigió a mí—. Tómate eso y pide otra, que mi Raúl te invita.

Ante aquella inesperada intervención, mi vista buscó la aprobación del aludido.

—Por supuesto —dijo él sin inmutarse—. Ponle al chico lo que pida.

Así que, mirando con fijeza los ojos del estúpido mesonero, quien ahora reculaba en su prepotencia, bebí mi consumición de un trago, disfrutando de la victoria.

—¿Me pone otra de lo mismo? Me invita el caballero —señalé con sorna.

Agradecido, entablé una animada conversación con la pareja que se extendió durante varios cubatas, sufragados, generosamente, por mi imprevisto mecenas.

Pronto comprendí que el verdadero encanto de Raúl consistía en ostentar una cartera tan abultada como su tripa.

La atractiva mujer, María dijo llamarse, iluminaba, con una magnética simpatía, la velada. Nos guiaba, a Raúl y a mí mismo, a través de una grata charla que se iba volviendo, cada vez, más picante. Las implícitas insinuaciones sexuales, unas veces hacia él y otras sobre mi persona, nos tenían entusiasmados. O eso me parecía.

Aquel juego de seducción, entre el alcohol que ya corría por mis venas, financiado por el tipo barrigón, y la presunta disponibilidad sexual que mostraba ella, me llevaron a aceptar el ofrecimiento de continuar la fiesta en el lujoso hotel en el cual se alojaban. Y allí, ante el aparente consentimiento de Raúl, que me incitaba a cruzar cualquier línea roja, decidí lanzarme y la besé. Maldita sea la hora.

De forma súbita, mis piernas sintieron una pesadez que, en principio, atribuí a los efectos etílicos del alcohol ingerido, y una nube negra, dejándome en las tinieblas, invadió mi vista.

A partir de ese instante no recuerdo nada.

Los gritos de la señora de la limpieza me despertaron. Pedía socorro a gritos.

Tumbado en la bañera de aquella ostentosa habitación de hotel volví a la realidad, rodeado de sangre. Palpé mi cuerpo y percibí una dolorosa herida en mi costado derecho que, marcada por unas indeseables suturas, señalaban el órgano que me había sido arrebatado.

Entonces, mientras la estancia se atestaba del personal cualificado que intentaba ayudarme, comprendí que ningún beso vale un riñón.

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