El beso que nunca llegó, los labios que nunca llegaste a tocar, el aliento que nunca sentiste acarician juntos mi alma cada mañana. El frío entumece mis huesos, siento que me desvanezco entre sueños. Las pesadillas han dado paso a la falta de ánimo. Casi puedo sentir la comisura de tus labios recorriendo mis mejillas. Todas las mañanas paso por el mismo puente de piedra en búsqueda de los restos de aquel atardecer en el que juramos que nunca desapareceríamos.
Mastico mi soledad entre cápsulas de absurdo. Ya no queda tierra que besar bajo el rastro de tus pies. Aquel beso no fue sincero, tampoco importó; como tampoco me molestó desaparecer en el atardecer de tus miradas. Camino sin cesar porque no tengo otra cosa que hacer mientras peregrino por mis heridas en la esperanza de que algo de tu saliva vuelva a curar mis heridas.
Aquellos besos no hicieron prisioneros, caricias de tierra quemada, daños colaterales de algún conflicto que tuvimos. Altercados entre nuestros corazones impidieron que el beso se prolongara más allá de nuestras gargantas. Hoy apenas puedo respirar, me falta el oxígeno que me robaste cuando cerraste la puerta.
Entre aquellos dientes se escurrió mi última esperanza, la de que viajáramos juntos hasta la eternidad en un barquito de papel que surcara los océanos de saliva que se formaron al encontrarnos por primera vez. Dejamos que la primavera se escapase y ahora solo ha quedado un invierno infinito, un desierto implacable, me quedé habitando para siempre la desolación de tus mejillas.
Desapareciste como desaparece un ladrón en mitad de la noche. Me dejaste ciego e inválido, pero eso no me ha detenido, sigo conservando el calor de tu piel en los pliegues de mis labios. Ahora, después de haber visitado a doctores y curanderos, todos me han aconsejados volver a beber de aquel charco que todo lo hace olvidar. Pero yo no quiero olvidar, quiero recordar. Sigo caminando alrededor del círculo que pintaste en el espejo, arrancando promesas a las paredes que tocaste, sobreviviendo a las tempestades que surcan los cielos desnudos.
El puente de piedra es el último reducto, ese reducto final, en el que mis sentimientos embaten contra el espigón de la soledad. Son muchas las calles por las que he transitado, caminado, bailado o incluso vomitado, todas iguales, todas tan diferentes. Ahora desde este último muro de rocas que dan al mirador observo con nostalgia lo diferente que se ve todo. Camino por en medio de las rocas buscando las huellas de aquel beso. Porque aunque ausente, a veces intrascendente, la verdad persiste y entre los surcos de tus labios pude encontrarla para jamás olvidarla.
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