La vida se le estaba yendo de las manos. Entre sus brazos sostenía el débil cuerpo de la mujer con quien se suponía debía envejecer. La sangrante herida de su torso empezaba a dejarla sin fuerzas, la sangre no dejaba de fluir y su piel comenzaba a palidecer; sus mejillas perdían el rubor que siempre mostraba cuando él se le acercaba. Sus preciosos ojos color gris perla comenzaban a perder la luz que siempre lo había guiado. Pero ella cumpliría con el último deseo del amor de su vida. Tomó la barbilla del soldado entre sus temblorosos dedos y apretó su rostro contra el suyo probando el sabor de sus labios. Sentía la respiración de su amado fluir por sus pulmones; una estremecedora sensación se apoderó de su ser y continuó acariciándolo con el dulce sabor de sus besos.
El no podía dejar de besarla, pues quizá sería lo último que obtendría de su ser, y le aterrorizaba pensar que si volvería a tocar sus labios, sería dentro de una carpa de velación, con ella inerte en el suelo y sin poder corresponder con la mirada que tanto le había enamorado aquella tarde en el valle de las rosas, donde practicaban tiro con arco.
La fría cota de malla que apartaba sus cuerpos y la armadura de metal, no impidieron que los consumiera el amor que por años sintieron, pero nunca sería lo suficientemente bueno para vencer la desgracias que se acercaban y, pondrían fin a algo que nunca pudo ser.
La borrascosa montaña fue el escenario perfecto para despedirse; los vientos soplaban desde el este y el sol comenzaba a ocultarse llegado el ocaso. Zephan abrazaba el cuerpo de su amada contra el suyo intentando volver el tiempo atrás. Sus desesperados besos eran un grito al cielo para suplicar que no la arrebataran de su lado. Daría lo que fuera por no haberla conocido en tales circunstancias, pero rogaría si a pesar de ello la vida les diera una segunda oportunidad.
Cuando ella lo soltó, su vida se le fue de las manos. Los hermosos cabellos ondulados que volaban con el viento cayeron en su rostro, sus brazos flotaban en el aire y los cielos anunciaban que una estrella se uniría al firmamento aquella noche.
Al dejar de percibir su respiración en su golpeado rostro, el soldado sollozó mirándola a los ojos, esos hermosos ojos que jamás volverían a brillar al verle. Lanzó un grito al cielo rogando misericordia, pero el único consuelo que recibió fue el de una lluvia lúgubre que armonizaba con el frio paisaje, el lugar donde había muerto su amada.
Tomó desesperadamente su cuerpo contra el suyo, apretando su herida y golpeando su pecho para hacerla regresar a la vida. Ese día hizo una promesa. No volvería a besar a nadie que no fuera su amada; la buscaría en la siguiente vida y rogaría porque le concedieran una alegría mayor que el primer beso, el único, el perfecto.
Rozó sus labios por última vez, y se despidió.
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