Te miré. Te miré a esos preciosos ojos marrones que me dicen todo lo que no me dices cuando hablamos. Pasé mi mano por tu pelo. Por ese maravilloso pelo ensortijado de un color indefinido entre el castaño y el pelirrojo que tanto me gusta cuando brilla bajo el sol del verano. Reconté tus pecas. Por enésima vez. Estaban todas en su sitio, donde las dejé la última vez. Como si me hiciera falta revisarlas… Las conozco todas de memoria. Posé mis manos en tus hombros. Esos hombros fuertes que siempre me hacen sentir segura cuando me abrazas. Las subí despacio por tu cuello, sintiendo cómo te estremecías. ¿De miedo? ¿De placer? Siempre me haces dudar… Repasé el contorno de tu boca con mi dedo índice, despacio, muy despacio, dibujando la forma de tus labios para no olvidarla nunca. Me quedé quieta. Te miré de nuevo. Me miraste. Como se mira aquello que has deseado toda la vida. Como se mira algo que tienes miedo de perder si te descuidas. Cerramos los ojos. Nos inclinamos el uno hacia el otro. Despacio. Muy despacio. Como si no tuviéramos prisa, después de haber esperado todo este tiempo…
Y nos besamos. Nos besamos lentamente primero. Con hambre después. Con el hambre contenida durante 25 años de espera. Agarrándonos la cara primero, el cuello después, bajando hacia la cintura, abrazando todo nuestro cuerpo más tarde… Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. De arriba a abajo. Fue tal y como lo había imaginado tantas y tantas veces. Durante todo ese tiempo de larga espera. Y nos dijimos con ese beso lo que nunca nos habíamos atrevido a decirnos con palabras.
Y abrí los ojos. Y me encontré en mi cama. Despertando del sueño en el que te besaba. Ese sueño que me persigue desde que me fui y te dejé solo. Seguí sintiendo el calor de tus labios en los míos. El sabor de tu boca en la mía. Y lloré.
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