Mírame, perfectamente peinado, cara lavada, con mi mejor traje recién planchado, camisa blanca inmaculada, corbata con nudo Windsor ajustado a mi cuello. Mi alianza, brillante como el primer día, destaca en mi dedo corazón. Las manos entrelazadas. Los zapatos lustrados hasta parecer espejos. Siempre has tenido muy buen gusto a la hora de decirme qué ponerme en cada ocasión.
Miro a nuestros acompañantes, todos bellísimos, con sus ropas elegantes, hablando en voz baja. Quizá algún semblante parece algo triste. Otros también parecen frustrados. Me queda claro que mi madre siente un profundo cabreo, siempre le ha costado disimular sus emociones. Seguro que luego me cuenta el motivo. También veo a Aránzazu, tu hermana, de espaldas a mí y mezclada con la gente.
Te acercas para besarme. Un beso corto y decidido, con los labios cerrados, que noto frío, muy frío. ¡Qué distintos éramos cuando empezábamos a explorar los caminos del amor!
En aquella época tú necesitabas salir de relaciones tóxicas, de mentiras, de manipulaciones, de engaños. Yo estaba agotado de conquistas, cansado de pasar por decenas de historias sin final feliz. Juntos encontramos el amor, al menos lo que yo suponía que debía ser entregarse a otra persona.
Nuestro primer encuentro, ¿lo recuerdas? Apareció de forma natural, sin buscarlo. Un abrazo, un roce de mejillas y nuestros labios hicieron el resto. Le siguieron besos torpes, algunos perfumados, otros cálidos, muchos húmedos. Yo tuve la sensación de que habíamos estado juntos toda la vida. De ese momento hace ¿cuánto?, creo que unos catorce meses..
Idílica, eso me parecía mi nueva vida. Decidimos mudarnos a mi casa, Aránzazu, tú y yo. Dejar a tu hermana en la estacada me pareció muy cruel, y más en aquel momento. Total, dónde caben dos, caben tres, y ya éramos casi familia.
Siempre me llamó la atención la complicidad que tenías con ella, vuestro cariño siempre latente y el amor que os profesabais. ¡Qué suerte tener una hermana! pensaba yo. Un hijo único nunca puede saber lo que es eso.
¡Cuánto me atendisteis en mi enfermedad! El dolor abdominal, la fiebre, los escalofríos y los vómitos parecían más leves a vuestro lado. Os turnabais para cuidarme, perennemente acompañado, siempre atentas al desarrollo de mis síntomas. No hacían falta médicos estando vosotras.
Miro hacia atrás y ahora lo entiendo. Aquel beso mortal. No comprendo cómo has sido capaz de reírte de mí. No sé cómo te atreves a acercarte. ¿Y Aránzazu? Tu querida hermana, mírala, bajo ese aspecto compungido parece que esté a punto de soltar una carcajada.
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