Ironía de un beso

Ironía de un beso

Alicia Weber

31/01/2021

Su madre expiró sin piedad el día de su duodécimo cumpleaños dejándola a cargo de una hermana en pañales y de un padre resignado. Camila no tuvo tiempo para ser niña y, entregada a una terca actitud de sacrificio, tampoco se permitió ser mujer. Cambió las fiestas por las ollas y los sueños por el sentido del deber. Cuando un embarazo inesperado se llevó a su hermana al matrimonio y un derrame cerebral postró a su padre en una silla de ruedas, su destino quedó irrevocablemente sellado. No tuvo oportunidad ni maña para el amor y, respirando entre fantasmas, se le enfrió la sangre y se le agrió la sonrisa.

Trabajaba como contadora en una fábrica de ladrillos – una ocupación monótona en un lugar gris, ambos muy a tono con sus prendas sobrias y su expresión severa. Armada de rutinas y principios que le daban cierto aire de autoridad intimidante, Camila era una mujer sin apetitos, sus sentidos reprimidos entre la moderación y la abstinencia. 

Pedro llegó a la fábrica para asumir las riendas de la empresa familiar ostentando una personalidad arrolladora, de esas que destilan vitalidad y optimismo. Amante de los placeres, lucía el desenfado de quien puede comerse el mundo.

Todo empezó con una tonta apuesta entre amigos. – ¡A que no te atreves a robarle un beso a la contadora!

Y con esa actitud traviesa entró Pedro en la oficina de Camila, donde ella estaba sentada detrás de su escritorio, atrapada entre haberes y deberes. Se acercó con paso decidido y se inclinó sobre ella, sosteniéndola con la mirada. Sin decir una palabra, la besó en la boca. No sintió resistencia y se excitó con el temblor de sus labios vírgenes entreabiertos, alentando el paso de su lengua. Mientras Camila se entregaba a su primer beso, estremecida por el violento despertar de sus sentidos embriagados con su aroma de monte y su sabor a sal, sometida a su poderosa voluptuosidad, Pedro se llenó de Camila: bebió su profunda tristeza, saboreó su amargura, inhaló su soledad y tragó el caudal de lágrimas jamás lloradas, hasta quedarse anegado en la más profunda e incurable desesperanza.

Se apartó de ella confundido, balbuceando algo detrás de una mueca que había querido ser sonrisa, en un torpe intento por recuperar el espíritu del hombre despreocupado que había entrado en esa oficina hacía solo unos minutos. Desde la ventana, tres rostros desencajados por la risa y una crueldad simplona miraban a Camila que, arrancada súbitamente de su arrebato, cayó en cuenta de lo que estaba sucediendo. Se enderezó en su silla y, con el rostro congelado en una expresión de total indiferencia, regresó a su trabajo.

Camila presentó su renuncia al día siguiente. Vestida de rojo y con el cabello suelto, se despidió de Pedro con una sonrisa triunfal. Pedro,  atónito e incapaz de detenerla, la observó marcharse con paso decidido, al ritmo de su propio corazón turbado. 

Imagen: El beso robado (hacia 1790). Jean-Honoré Fragonard.
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