Con un solo beso

 La tela pintaba  su cuerpo destacando cada detalle de su delgada figura. Algo la atraía cada medianoche en su jardín. Esperaba ese momento. No había nada más importante en su vida, ni nunca lo hubo. Tan pronto se quedaba sola, vestía su bata de seda purísima, de color escarlata y corría hacia la ventana, abriendo las enormes hojas de par en par, como si le faltara el aire y sólo tuviese ese momento para respirar. Entonces entraba aquel viento fresco, como un aliento, que la envolvía y dejaba desnudo su pecho.

Y  en un extraño éxtasis, cerraba los ojos y lo veía a él, al fin, con un frac negro, elegante,  que volaba hacia ella, pálido, tembloroso. La tomaba entre sus brazos, abría su pecho y la besaba, como besan los amantes cuando queda un sólo instante. Entonces se elevaba con él al firmamento,  perdiéndose los dos en lo más negro de la  noche. 

Despertaba al otro día, sin que hubiese un rastro de su amado, algo que le dijera que no era su imaginación, que no era un sueño, que su amado existía, que no amaba una imagen fría y pálida. Sólo aquella sombra azulosa en el cuello dejada por  su amado, como prueba  de que existía,  era el único testigo de sus intensos besos y la poesía que escribiera ella aquella vez. 

—-

«Amor de sangre y besos,

guíame hasta su casa oscura,

y si no la encuentras, llévalo a mi madriguera,

donde estarán nuestras sepulturas ocultas siempre en la oscuridad añeja.  

 Será mi obsesión repetir sus oraciones,

si muere todos los días, 

oraré todas las mañanas,  llevando un riguroso desconsuelo, 

cuando salga el sol apenas. 

Paridme de nuevo madre, pero con alas negras,

quiero siempre estar de luto antes que anochezca.

Que volar parezca como estar muriendo entre sus venas.

Le daré entonces todas las mías, sin titubear,

se las  daré llenas. 

Y si cayera de verdad y llegue al lodo,

que no me salven,

que el lodo es todo de él,

que nos cubra toda la noche de la intemperie,

y que nos pudra una, otra y otra vez.»

Música de Bach, Suite Nº 1