“Entre los límites de los nueve y los catorce años surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica; propongo llamar nínfulas a esas criaturas” —leo la frase en “Lolita”. Dejo el libro al lado, me acomodo en una mecedora de mimbre, me pongo a fumar un cigarrillo jugando con el humo que trepa por el chorro de luz, cierro los ojos y saboreo el tabaco. Una sonrisa se dibuja en mis labios. Tengo la sensación de que alguien me observa. Abro los ojos y veo un gato, gordo y de pelaje blanco, repanchigado sobre el alféizar. Me mira y su mirada, con inconfundible inteligencia felina, me dice “quien solo se ríe, de sus pecados se acuerda”. Pero te equivocas, mi querido vecino peludo. Aunque, ¿y si un pensamiento travieso es un pecado?, me agarraste justo. Vuelvo a cerrar mis ojos y vuelvo a mis vagabundos pensamientos.
La serie Jane Eyre causó un furor. En los recreos se dejó de hablar de tareas, de los exámenes, del nuevo chico del tercer año de pelos rebeldes y ojos verdes. Todas nuestras conversaciones diurnas y fantasías nocturnas fueron dedicados a él, a Rochester, protagonizado por Timothy Dalton. ¿Cuántos años teníamos? Doce, trece… nínfulas. Pero el principio femenino ya comenzaba a aflorar en nuestras mentes y se encendía la llamita de voluptuosidad infantil. Nuestra fantasía daba rienda suelta a nuestra pueril imaginación: ingenuamente lasciva, inocentemente lujuriosa. Y en la cúspide de ese libidinoso deseo se encontraba el beso.
Pero no un beso con cualquiera. ¡De ninguna manera! Recordando la escena en la que Rochester besa a Jaine, no se podría en su lugar imaginar al cachetudo de Pablito lleno de purulentos granos. Tampoco se podría desear el beso de Juancito que en todas las estaciones del año olía a sudor.
A nuestro Rochester lo veíamos en el hijo del kiosquero que ayudaba a su padre. Lo espiábamos observando cómo le jugaban los tríceps mientras levantaba los bultos con bebidas. O en el profesor de gimnasia. Le iba muy bien ese papel. ¡Esa sonrisa! ¿Y los glúteos? Bueno, sobre glúteos piensa la cincuentona que ahora está sentada en una mecedora con un cigarrillo en la mano. En esas épocas no pensábamos en glúteos. Coqueteábamos teatralmente con el deseo de que se acerque y nos mire con su atractiva ternura masculina. Carla (mi amiga) una vez confesó que en esas “nínfulas” épocas había besado ¡de verdad!, a su profesor de música, un viejito cuyos ojos estaban rodeados por múltiples chiquitas arrugas, que tanta ternura le daban, decía.
“Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas” —sigo leyendo. Así fui yo, provisionalmente fea. Por eso me conformaba con un enorme póster con el deslumbrante rostro de Timothy colgado en la pared frente a mi cama; antes de caer en los brazos de un sueño acogedor me transformaba temporalmente en Jane besándome con el hombre más lindo del mundo.
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