Octavio era feo. Se lo dijeron sus compañeros de escuela en cada aula que pisó; se lo dijeron las mujeres a las que anhelaba besar en la boca; se lo dijo su abuela. Feo.
Se miraba al espejo. Tenía la nariz larga, la boca diminuta y el ojo derecho se presentaba alineado por debajo del izquierdo. La gente al observarlo manifestaba sus ganas de acomodarlo de la misma forma que endereza un cuadro cuando está torcido.
Octavio quería ser actor y acogió al teatro con ilusión de ser otro. Cualquier otro aunque más no sea por un rato. Nadie lo rechazaba cuando se volvía Edipo, Segismundo o Mefistófeles. De inmediato comenzó a destacarse en el arte de la interpretación. Su destreza sobre el escenario era notable y los aplausos no se hicieron esperar. Sin embargo, la admiración que despertaba en el público y el amor, parecían correr por carriles separados. El anhelo de Octavio era besar y a sus diecisiete años, aún no lo había conseguido. El flamante guión que tenía ante sí, le presentó la oportunidad.
Había sido seleccionado para ser el actor protagónico de una tira diaria televisiva, titulada: “El hombre espantoso” y en el quinto capítulo de la novela debía besar en los labios a Julieta Vanderleich, una joven actriz de gran talento, futuro promisorio y belleza implacable. Sus ojos grises, sus senos enormes y sus piernas larguísimas, la convirtieron en una opción indiscutible a la hora de seleccionar el casting de la tira. La afamada directora Cristina Clara, especialista en diseñar programas que el público adolescente consumía como pan caliente, no lo dudó un segundo. “La Vanderleich debe ser la estrella”, gritaba por los pasillos. Julieta aceptó pero antepuso una condición a la firma del contrato: “de ninguna manera voy a besar a ese adefesio”, sentenció. En vano gastó palabras Cristina, intentando convencerla. Por fin, un suculento aumento en su salario, la hizo ceder.
Octavio emocionado ante la posibilidad de besar por primera vez, pasó horas practicando frente al espejo. Aprendía de los maestros: Patrick Swaize, Leonardo Di Caprio, Richard Gere. Miraba sus películas y cuando culminaban, imitaba las técnicas. Apoyaba los labios en el cristal. A veces suavemente, otras, más rudo. Hacía con sus brazos un círculo del tamaño de la cintura de Julieta. En el espejo quedaba la marca húmeda de su pequeña boca y de su inmensa nariz.
Llegado el momento, el protagonista estaba listo. Los técnicos habían ambientado el espacio a la perfección. Julieta se paró indignada frente a Octavio. Él, inclinó su cabeza igual que Richard Gere en «Mujer Bonita», presionó sus labios de la misma forma que Patrick Swaize lo hizo en «Ghost» y la tomó por la cintura como Leonardo DiCaprio en «Titanic». Ella se hundió en aquel beso. Un silencio absoluto colmó la sala y cada persona, testigo del suceso, se quedó sin aliento.
Minutos más tardes, golpearon la puerta del camarín y Octavio abrió. Era Julieta. Se quitó el vestido y sus enormes tetas quedaron a disposición.
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