La serpenteante carretera comarcal delimitaba la colina y los dos pueblos, separados por media docena de kilómetros.

En Pavese vivía Estrella. En Runán, Miguel. Entre ambos el amor era un puente de cuerdas colgado de un abismo.

Ella tenía el esplendor de un día soleado. Él, la intensidad de la luna llena a cielo raso.

Su idilio pasaba por secreto para todos, excepto para la amiga mensajera de sus cartas desde hacía tres años.

La enemistad entre sus familias por un pleito de tierras sólo les permitía verse y hablarse con miradas en encuentros casuales.

Quedaron en la fuente. Planeaban fugarse al cumplir Estrella los dieciocho. Ella fue con la amiga fiel mientras todos sesteaban. Él, montando su caballo Alacrán, con el que tantas veces al amanecer llevó flores a su ventana. 

Los reflejos rojizos de su melena y la curva de sus caderas hipnotizaron a Miguel. Estrella se perdió sin remedio en el azul misterioso de sus ojos.

-Vayamos a La Charca. Sube conmigo al caballo.

No, no- contestó asustada- que paso mucho miedo. Ven con el coche de madrugada, cuando todos duerman.

-Bueno, vendré, pero eso tiene un precio- respondió él con intención. 

-Y, ¿Qué querrías cobrar?- preguntó coqueta.

-Me conformo con un beso. Uno para perder el sentido.

– Vale, pagaré la deuda, pero ven esta noche.

Estrella le lanzó un beso, Miguel atrapó su mano  y depositó otro sobre su palma.

-Te cobraré la deuda con intereses.

Ella se alejó riendo. Su risa era música. El corazón, desbocado, sonaba como un hombre orquesta. 

Pero ya nunca más hablaron. Esa madrugada el coche de Miguel encontró a la Muerte en un recodo. Ella, tan envidiosa, quiso ser la única en besarlo.

Estrella esperó durante horas. Al amanecer, temblando de miedo volvió a casa. 

Cuando atardecía supo donde hallarlo. Rota por dentro se acercó al ataúd que lo alojaba. Obviando cualquier mirada su mano arrastró un beso, pesado como un convoy de lágrimas, al cristal que la separaba de su bien amado. No estaban en un cuento, no hubo magia. Miguel no despertó.

Lloró su pena por cien días, más nada de su ser halló consuelo. 

Un tratante de ganado se llevó a Alacrán. Cumplió dieciocho y sola con su dolor partió muy lejos.

Acabó en Alemania y toda una vida siguió al paso. Hubo nuevos amores reclamando besos, intentando forjar nuevas ilusiones. Contrajo matrimonio y un tiempo después se separó.

Cierto día cruzando la calle creyó que la llamaban. Se distrajo mirando atrás y un auto arrebató su vida lanzándola contra el suelo.

Tras un corrillo de curiosos, con la camisa blanca y metro ochenta de repeinada gallardía estaba el Miguel de su pasado. Colgada de su brazo, hermosa como un lirio, lo escoltaba la Muerte.

 Te esperábamos- habló- Llegó la hora. 

– Hoy cobraré la deuda que me debes: mil besos, quizá un millón, dijo Miguel sonriendo.

-He esperado toda la vida  para pagarla- respondió Estrella.

Él la alzó por la cintura. Sobre la nieve pisoteada por los mirones y manchada de sangre, Estrella abandonó su abrigo y los años de interminable espera.

Cuando Miguel besó al fin sus fríos labios, el latido del tiempo se detuvo.

Entonces, esperanzados, cruzaron juntos el umbral buscando otro comienzo.

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