Yo no conducía. Hacía meses que había dejado de hacerlo.
El coche dio dos vueltas de campana y se precipitó por la ladera no sé cuantos metros. Lo dijeron, pero no lo recuerdo. Se quedó volcado cerca de los primeros pinos, sin rozarlos.
Dicen que enseguida llegó la ambulancia.
Recuerdo que disfrutaba el paisaje alpino y la expectativa de una semana con mi novio en una cabaña en plena naturaleza. Llevábamos seis meses de relación y yo todavía estaba enamorada. Quiso besarme y acerqué mi boca mirando de reojo la carretera. Venían curvas y la suerte se encargó del resto.
Fué rápido. Mi coche blanco dio un giro inesperado y derrapó con un ruido amplificado de papel de celofán arrugado entre las manos. Saltó del suelo firme para volar desafiando la gravedad mientras yo miraba el vacío y me acercaba sorprendida y a cámara lenta, al cristal delantero con las manos abiertas, para protegerme del impacto. Al mismo tiempo miraba a mi novio y podía ver cómo maniobraba, intentando reconducir el avión en su vuelo temerario.

¿Qué ocurrió después?
Mi novio contó que fue el primero en salir por la ventanilla. A mí debieron sacarme y me pasé un día en el hospital, en observación. Me aseguraron que había peligro, que el puesto de copiloto tiene más riesgos de lo que parece.
Mi madre es copiloto habitual y no creo que le vaya muy bien. Nunca lo había pensado hasta ese momento.
Entonces empecé a notar que mi mano derecha se dormía. El médico dijo que la musculatura cervical se contrae para proteger la zona ante fuerzas descontroladas que actúan en una situación crítica.
Horas definitivas, adornada con un collarín blanco, como mi coche conducido por otro.
¿Cuántas horas de espera ha tenido mi madre en su vida? ¿Alguna vez llevó un collarín protector?
Mi novio vino a verme.
–El coche para chatarra –se disculpó–. Ha sido mala suerte y ya estaba muy viejo, no ha respondido.
Y ni una palabra más porque no era su coche.
Esa chatarra se irá deshaciendo, el óxido del tiempo lo irá fundiendo todo en un paisaje de montañas fallecidas, pero yo seguía inmóvil, viendo una y otra vez la película del derrape, aspirando el perfume de los pinos y la tierra removida.
A veces aparecía en mis sueños mi madre, sentada en una ladera, siempre esperando algo.

Un doctor inmaculado vino a verme.
–He tenido mucha suerte– dijo. –¿Te vas a portar bien?, ¿te vas a responsabilizar de tu bienestar?. Me hablaba como a una niña pequeña. Creo que lo era y me prescribió antiinflamatorios y reposo durante un mes.
He llamado a mi madre para que me acompañe. Le he preguntado si está conforme con su vida. A estas alturas, piensa que todo está bien.
Lo dice así: A estas alturas.
No avisé a mi novio cuando me dieron el alta. Mejor alejarme de ese hombre, al que dejé que dirigiera mi vida, que condujera mi coche sin conocerlo apenas.
OPINIONES Y COMENTARIOS