No sabía cuál de las incontables llaves abriría el portón que daba a la calle. Buscó en aquel extraño llavero, otorgado hacía escasos minutos de las frías manos del abogado de la familia. Antes de que probara de nuevo y después de varios intentos infructuosos, un vecino abrió la puerta desde dentro. Se apartó, asegurándose de mantener la distancia de seguridad, y se obligó a espetar un agradecimiento por cortesía. Al fin y alcabo, era una persona que no sabía si debía conocer, si debía recordar. Tampoco recordaba gran cosa de aquel recibidor chapado a la antigua, como si se hubiera detenido en el tiempo, ni de la formación de hasta tres ascensores que a buen seguro fueron una novedad en su época. Todo lo que en algún momento fue ese portal ya no lo era. Se había convertido en otra cosa, en algo caduco, fuera de su tiempo. Condenado a desaparecer, tarde o temprano, aunque a esas alturas todo lo temprano ya fuera tarde.
Sabía adónde se dirigía: tercer piso, puerta I. Una nomenclatura que daba una idea de lo vasto del bloque. El ascensor sí era tan claustrofóbico como recordaba. Supongo que no existen ascensores agradables, pensó, pero algunos constriñen el alma más que otros. Uno. A través de la ventanilla rectangular y de cristal translúcido se podía apreciar la piedra oscura, intercalada por la iluminación de las entreplantas. Dos. Cuando era pequeño le daba miedo montar solo, y todavía se le encogía el corazón cada vez que tenía que estar más segundos de los debidos encerrado en uno. Tres. Cuando finalmente llegó a su destino se vio sobresaltado por la parada brusca del habitáculo, que parecía más un montacargas. De pronto, le inundó la certeza de que cogería las escaleras cuando bajase. Si es que alguna vez vuelvo a bajar.
El apartamento estaba azarosamente escondido al final de un pasillo en forma de L, cuyo final era imposible de ver desde el recibidor de los ascensores. De niño pensaba que era una suerte de guarida, que había un motivo oculto y misterioso para aquella disposición tan atípica. No lo había, y ese pensamiento le hizo rememorar todos los desengaños que le habían llevado a la etapa elusiva de la adultez. Eso era hacerse mayor: dejar la inocencia por el camino; perder una y otra vez hasta que la pérdida se ve despojada de significado, como una palabra que se repite hasta la saciedad; entristecerse por no acordarse de la llave que abría el portal. Tampoco recordaba, naturalmente, cuál era la forma exacta de la que le daría acceso a la casa, pero en las puertas blindadas suelen encajar esas llaves achatadas con perforaciones perfectas, y solo había una de ese tipo en el manojo.
Advirtió un olor familiar, por lo conocido, más que por lo sanguíneo. Serían alrededor de las dos o las tres de la tarde. No estaba muy seguro. Tampoco importaba demasiado. Era la hora de comer, eso era lo único importante. Le gustaba hacer recados a esa hora porque solía ser el momento del día menos bullicioso, y los mercados y comercios tenían la absurda manía de no adaptarse a su horario de búho, que le hacía estar especialmente activo por la noche. Y en esa hora de comer que no era la suya, lo que llegó a sus fosas nasales tenía el regusto de un guiso, de algo en definitiva hecho a puchero. No le sorprendió oler una técnica de cocción más propia de la gente mayor que de los estudiantes que sobrepoblaban la ciudad y, a buen seguro, más de uno de los apartamentos del edificio. No en vano, el bloque le doblaba la edad; al igual que la mayoría de personas que lo habitaban, esa amalgama de cemento y ladrillo era un anciano al que debía respetar, casi reverenciar.
Cruzó la punta de la L y pasó al lado del 3ºG y 3ºH, cuyas puertas daban todavía más sensación de antigüedad. Eran unas de tantas que no habían sido sustituidas desde que se levantaran en su día como frontera al mundo exterior, como barrera de separación entre unas zonas comunes demasiado amplias para pertenecer a un edificio de clase alta y un piso que, como todos los de la zona, habría querido dar una impresión de ostentosidad artificial a costa de muebles de inspiración casi renacentista. De una de esas maltrechas puertas salió una mujer de mediana edad, ataviada con ropa ancha que no ocultaba su extrema delgadez, de media melena castaña descuidada y con un cigarro en la mano, al que le dio una última calada antes de cruzar el umbral para después dejarlo en lo que, adivinaba, sería una suerte de cenicero en el recibidor. Al menos, tuvo la decencia de ponerse la mascarilla antes de dirigirse a él.
—Hola —saludó la mujer.
—Buenas tardes —dijo él de la forma más educada posible, esperando que no se notara su falta de ganas por cualquier tipo de conversación, más aún por aquellas que encierran preguntas impertinentes.
—No te acuerdas de mí, ¿verdad?
—¿Eres Mercedes?
La mujer asintió sin decir nada, con la mirada fija en él de forma perturbadora.
—Lo siento. Hace mucho que no vengo por aquí.
—Sí, ya lo sé —dijo ella en tono de reproche, y durante unos segundos se hizo el silencio más incómodo.
—Bueno, gracias por darnos la noticia cuando falleció. Si no llega a ser por usted…
—Háblame de tú, por favor.
—Perdón —se aclaró el nudo que se le había formado en la garganta conforme avanzaba la conversación—. Si no llega a ser por ti, no nos habríamos enterado.
—¿Cuánto tiempo llevabas sin hablar con ella? —el reproche se convirtió en ataque.
—No es de su incumbencia —dijo él, de forma seca, y se volvió para abrir la puerta de una vez.
—¿Tan poco os ha costado venir para colocar ese cartel? —y señaló con la cabeza el letrero con el que él cargaba torpemente y que le hacía tan difícil manejar el llavero. No llegó a ver su gesto. Antes de que terminara la frase, ya había cerrado la puerta tras de sí.
El hall olía a cerrado. Cuando se construyó no existía la palabra “hall”. Otro pensamiento fugaz. Por el hedor, bien podría no haberse ventilado desde entonces. Habían pasado varias semanas desde que lograron ponerse de acuerdo con la otra parte de la familia para comprar su parte del piso. Hasta entonces, aquellos ochenta y pico metros cuadrados habían permanecido solitarios bajo la semioscuridad de las persianas bajadas. Cuando logró interiorizar dónde estaba, un escalofrío recorrió su espalda. La última persona que había vivido allí era su abuela, una persona con la que no había hablado y de la que no había sabido nada durante años.
La casa era demasiado grande para una sola persona, incluso para dos. Claro que los últimos años que su abuelo había vivido, parecía que sobrara gente. De hecho, no recordaba la casa tan… Tranquila. Había silencio, y ese era un fenómeno atípico en el que fue el hogar familiar de su madre, que se había marchado de Salamanca años atrás; de su tía, con la que llevaba incluso más tiempo sin hablar; de su abuelo, por nombrarlo, pues lo que le contaron es que se pasaba temporadas enteras fuera mientras trabajaba; de su abuela, y su irritante obsesión por no vivir, ni dejar vivir a los demás. No sentía pena. No hay tristeza en soltar pesos, en perder lo que hay que dejar ir. Fueron las formas lo que fallaron. Y cómo no iban a fallar. La separación de dos vidas que deberían estar juntas nunca es plato de buen gusto. De algún modo, se había acostumbrado a vivir sin más familia que su madre y, de nuevo, tampoco sentía pena por ello. Pero es triste.
Pulsó el primer interruptor que encontró. No pasó nada. Al parecer, alguien había estado en la casa después del 20 de octubre, cuando ella falleció. Probablemente mi tía o mi primo habrán venido a husmear una última vez. Sea como fuere, se vio obligado a hacer uso de la linterna de su móvil para encontrar el cuadro de luces, oculto bajo un lienzo falso cuya pintura falsa tampoco tenía demasiado valor artístico. Subió los interruptores y se hizo la luz, al menos en el recibidor. Frente a él, apareció lo que nunca pensó que encontraría: un cuadro de su madre de joven, que había estado allí desde siempre, pero que esperaba que descansara en cualquier otro sitio. Su madre y su abuela habían roto la relación antes que él la rompiera después con ella. No había sentido interés alguno acerca de lo que la mujer que una vez ayudó a criarle hubiera pensado de ellos a lo largo de los últimos años, y aun así se encontró llorando después de ver el rostro pintado de su madre, más joven de lo que él era ahora.
Cuando se repuso, se dio cuenta de que aquella visita sería más dura de lo que pensaba, así que procuró no demorarse demasiado. Sabía adónde tenía que ir: el balcón de la cocina, al fondo del todo, el que mejor daba a la avenida. Para ello tendría que pasar por el dormitorio principal, la primera habitación a la izquierda del pasillo, que nunca había sido utilizada por sus abuelos en el tiempo en que él había tenido conciencia. Me pregunto si alguna vez la llegaron a utilizar. La siguiente estancia era un baño, uno que apenas se había usado cuando él era pequeño. Lo que pasa con las casas pensadas para una familia es que hay zonas enteras que se dejan de utilizar conforme la familia se separa. La próxima parada era el dormitorio que había pertenecido a su madre y a su tía, y el siguiente una suerte de estancia para invitados. Cómo de irónico era que, en los últimos años de casados, marido y mujer abandonaran la habitación de matrimonio para instalarse en la de invitados y en la que habían dormido sus hijas, respectivamente. Solo quedaban el salón, al que echó un rápido vistazo y casi pudo ver a su abuelo en aquel sillón orejero, echándose la siesta después del parte. No quiso pensar en las mañanas de fin de semana que se había quedado allí viendo los dibujos hasta que su madre le venía a buscar, o las tardes que iba a comer después del instituto. No quiso pensar, así que entró por fin en la larga cocina, donde se sentaba con su abuelo cuando era pequeño y veían los trenes pasar, o jugaban al parchís, o hablaban de la vida.
Puso el cartel sobre la pequeña mesa de la cocina, que se había mantenido invariable, y sacó un rotulador negro, esperando que no se hubiese destintado en su bolsillo. Apuntó su número de teléfono sobre el rectángulo naranja, justo debajo de las letras serigrafiadas que rezaban “SE VENDE”. Una lágrima cayó sobre el cartel y tuvo que darse un momento antes de colocarlo. No sabía si lo peor estaba pasando con aquella visita; tendría que volver varias veces cuando se viera obligado a enseñarlo a los potenciales compradores. No podía regocijarse en el dolor, un dolor que creía pasado, perdido con el resto de su familia. Abrió la ventana, colgó el cartel y emprendió el camino de vuelta, cruzando el mismo pasillo por el que había venido, con las mismas habitaciones, los mismos baños y los mismos malditos recuerdos. Bajó los interruptores del cuadro de luces y salió de la casa, todavía con la respiración entrecortada.
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