Las visiones de Moris

Las visiones de Moris

Tuppence

20/04/2021

Una tarde le dije a mi abuela:

-Abu, quiero ser como vos.

-¿Vieja? – me preguntó.

-No. Jubilada- le contesté y por alguna razón lo dicho le causó tanta gracia que al reír el eco de sus carcajadas viajó kilómetros a través del bosque.

Este cuento está dedicado a mi abuela. 

Gran escritora, docente y mujer.

Las visiones de Moris

Usted elegirá creer o no esta historia. ¿Quién es dueño de la ficción?

Señora, usted es increíble.

Una tarde de abril, mientras atendía a una paciente, mi teléfono -como de costumbre- empezó a sonar. Veo en la pantalla el nombre de “Mariana”, una de las vecinas del edificio donde viví unos años atrás, cuando realizaba mis estudios. Al atender se me informa que la Srta. Moris se encontraba un poco alterada y pedía por mí. Treinta minutos después me encontraba en el auto dirigiéndome a su casa con la mente perdida en los recuerdos compartidos con aquella señorita del tercer piso.

Hubo una época en mi vida, a mis 20 años cuando aún estudiaba en la Facultad de Medicina, en la cual tomé la costumbre de pasar a visitar a mi vecina del tercer piso, la Srta. Moris. La conocí a los tres días después de mudarme, en el ascensor. Yo llevaba mis libros cargados en las manos como queriendo aprender por osmosis y ella me clavo una mirada que iba de mi cara a los tomos de Fisiología. Me sonrió y prosiguió a hablarme con la naturalidad propia de una personas que te conoce hace ya tiempo, y en la breve duración del espacio y tiempo que compartimos deslizo rápidamente la conversación para invitarme a tomar una taza de té de manzanilla después de la cena. Le dije que me encantaría y esa misma noche, al terminar  de cenar me dirigí a su departamento. Toque la puerta y me atendió Moris sonriente con su ya ropa de cama puesta. 

– Veni. Sentate ahí en la mecedora. – Y apoyo las dos tazas de té caliente sobre la mesa de luz que se encontraba entre su cama y yo.

 Esa fue la primera vez que me conto sobre lo mágico de sus sueños, las cosas que podía ver en ellos y los sucesos que acontecían a continuación,. Moris aseguraba y juraba que todo lo que soñaba era una predicción, que algunos de sus sueños tenían algo, un momento exacto en el que comenzaban a decirle algo. Algo que iba a suceder. Y sin saber por qué, quizá por un fragmento de creencia infantil que todavía estaba florecida en mi, yo le creí cada una de esas anécdotas.

Me contó de la vez que soñó que su marido se subía a un carrusel, “imaginate lo ridículo que se veía el viejo encima de uno de esos caballos de plástico”, me dijo. Él se acomodó sobre un caballo negro, a los pocos segundos los engranajes comenzaron a girar y los animalitos iniciaron su lenta carrera al son de una melodía infantil mientras su querido compañero la saludaba con una mano que no parecía la de él sino la de alguien más, una mano que parecía llevaba puesto un guante de piel encima, como queriendo disfrazar el hueso que la conforma, sin carne alguna en el medio. El carrusel seguía su trayecto sobre su eje central, girando poco a poco hasta que aquel hombre que la acompañó durante más de 40 años desapareció de su vista. Sintió una angustia indescriptible viéndose reflejada en los espejos que cubrían los pilares del juego… ella sola… parada…. con su vestido amarillo floreado que resaltaba ante un fondo de oscuridad. Cuando el caballo volvió a aparecer del otro lado, su marido, su esposo, su compañero ya no estaba. Esa noche se despertó exaltada y se calmó al ver que él estaba durmiendo a su lado pero, al tercer día, lo trágico del sueño se hizo realidad.

Otra de sus historias (y debo agregar que esta es mi favorita) fue cuando su sueño predijo el incendio del mercadito de la esquina. La situación fue la siguiente y trataré de usar las mismas palabras que ella: “Yo estaba sentadita en mi mecedora y los soles me iluminaban el rostro, había tres soles radiantes en un cielo violáceo. No se oía nada, ni los autos de la calle, ni los perros ladrándole a las bicicletas, sólo un completo silencio. Cuando fui consciente de la quietud del mundo me asusté, creí que había perdido el sentido del oído y para asegurarme de ello bajé las escaleras y salí del edificio en dirección al mercadito de la esquina. La cajera de ese lugar había viajado a Cuba hace más de un año y no paraba de poner esa música que me taladraba el cerebro con sus timbales pero, al mismo tiempo, no podía evitar mover las caderas con gran dificultad -debo reconocer, pues ya las tengo bastante oxidadas- mientras hacía la fila para pagar. Al cruzar la calle me detuve justo enfrente de la puerta que debía abrirse automáticamente pero en esta ocasión permaneció inmóvil. Extrañada, hice un paso hacia atrás para obtener una vista panorámica del lugar… no sabía qué era pero algo extraño había. De repente empiezo a percibir a lo lejos una melodía, miré en derredor buscando el artefacto del cual provenía pero no lo divisé. La ciudad estaba vacía y, al segundo siguiente, las puertas del mercado se abrieron dejando escapar la música cubana a todo volumen y mis ojos se encendieron por la luz del fuego que lo consumía todo allí dentro. Asombrada comencé a bailar al ritmo como si fuera una mujer cubana de 30 años con las articulaciones bien aceitadas. Fue maravilloso. Al despertar traté de advertir a los dueños del negocio sobre el incendio pero me miraron como si fuese una vieja loca. A los tres días el local ardió en llamas dejando sólo ruinas en aquella esquina”.

Al llegar, en el pasillo me esperaba Mariana quien me dijo que pudo tranquilizar a Moris al decirle que yo estaba en camino, sólo así pudo recostarla en su cama.

Allí se encontraba Moris, entre sus sábanas blancas, con la cabeza apenas hundida en una almohada de algodón. Sus ojos me observaron y me sonrieron, con esa dulzura típica de ella.

-Tuve otro sueño -me dijo-, estaba yo nadando desnuda en un estanque de aguas cristalinas. Era joven al principio, luego -como si fuese una cámara rápida- vi que mis manos iban siendo esculpidas por el tiempo, ese tiempo veloz de las gotas del agua, como un elixir envejecedor y al instante, con la misma velocidad, volvían a rejuvenecer, la piel se estiraba y ajustaba hasta volver a tornarse lisas..

-¿Sabes qué significa?- me dijo.

-No- le respondí. -¿En qué la hizo pensar?

-No lo pensé, sólo lo supe: moriré. Ese sueño fue la forma más hermosa en que el universo podía informarme que es momento de devolver esta energía que mantiene mi corazón palpitante. De dejar este cuerpo. De ser eterna.

La verdad es que no supe qué decir. Sólo la miré en silencio, sabía perfectamente que era cierto lo que me decía. Aún sumida en el silencio le tome la presión, la cual estaba levemente disminuida. Me quedé sentada en su mecedora hasta que se quedó dormida. Le observe su rostro apacible, preguntándome qué datos del futuro estará robando en ese momento.

La mañana siguiente, al salir del hospital, pase por el departamento de Moris a ver como se encontraba. Si su predicción era correcta, como siempre lo fueron, hoy sería su último día de vida terrenal.

Llegué y entré con la copia de llave que poseía. Moris ya estaba despierta así que me acerqué directamente con las dos tacitas de té en mano. Me acomode en la mecedora mientras los ojos de la anciana se perdían en el vapor del agua caliente.

-¿Quieres que te cuente el sueño que me avisó de tu llegada?- me dijo.

Nunca antes lo había mencionado, pero confieso que hubo un momento en la que me surgió la duda y curiosidad de si mi amistad con ella había sido predicha.

-Por supuesto que quiero.- respondí emocionada y como si fuese una niña de diez años a punto de escuchar un cuento fantástico, me acomode con los ojos y los oídos bien atentos. Comenzó:

-Tres días antes de que te mudaras aquí, tuve un sueño muy hermoso. En el yo era una niña, llevaba puesto un delantal blanco y una mochila en la espalda. Al parecer estaba volviendo del colegio y estaba haciendo mi recorrido habitual de vuelta a casa. En el camino me divertí brincando de tanto en tanto jugando a “no pisar las lineas”- se le escaparon unas carcajadas – Recuerdo que me tropecé con un gusanito verde con una gran cara sonriente que me observaba desde la hoja de un árbol. La verdad, me provoco un poco de escalofríos- y entre risas que se escapaban prosiguió con la historia. – ¿Por dónde iba? Si. De momento noté que todo estaba en silencio. Creo que esa es la forma en que comienza la predicción. Al caminar, solo el sonido de mis zapatitos resonaban en el aire. De repente, a unos cuantos metros por delante de mí, se abre una puerta del medidor de gas que se encuentra sobre la vereda, justo fuera de mi casa. Me quedo de pie, esperando, sabía que algo o alguien saldría por allí. Y tiernamente se asomo una serpiente con lentes – volvio a reir- ¿Te imaginas a una serpiente con gesto alegre y lentes puestos? Y después entrabamos a mi casa a tomar el té. – Y siguió riendo.- La verdad al principio no sabía que era. Y después llegaste con tus libros de medicina y me causo tanta gracia la obviedad de la metáfora.- Las dos reímos al unísono. Diez segundos de risas se continuaron con cinco segundos de silencio.

-Mañana se cumple el tercer día.- dijo más para sí misma que para mi.

-Lo sé ¿Cómo te sientes? – Pregunte y acto siguiente le tome nuevamente la presión, la cual se mantenía igual.

-Feliz. He vivido feliz. Fui honrada con una vida llena de magia. Con seres llenos de soles que me han acompañado e iluminado. Y tú has sido el sol más cálido de todos.- Dijo con una voz tan dulce, que de un momento a otro se tornó ceñudo y ordenó.- Ahora vete a descansar a casa, deja a esta vieja dormirse sin molestar.- Así me echó de su habitación, pero no acate al cien por ciento su orden, no tenía pensado irme a ningún lado. Me acomode en el living y me dirigí directamente a su biblioteca, que luego de una breve inspección me decidí por el libro “Del amor y otros demonios” de Gabriel García Márquez. Mi lectura fue muy breve, pues a las pocas páginas me quedé profundamente dormida. Al despertar lo supe al instante. Sentí su ausencia. Moris ya no era un ser de este mundo. Sus sábanas blancas fueron liberadas del peso, dobladas y guardadas en un abrazo de consuelo.

Belén Garrido.

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