Una silueta de Pedro

Una silueta de Pedro

#LuisAlbertoR

20/04/2021

Mi nombre es Juan. Por la pandemia, mi edad y el descalabro general, desde mi rincón solitario dedico mi tiempo a trabajar en lo escaso, leer, escribir e interactuar en redes. Mis hijos de alguna manera me ayudan. Sentir la humanidad rasgada, su fragilidad vigente, el futuro incierto y necesariamente diferente, no volver a mis montañas y saber que mi nieto y el amor crecen lejos, me entristece. Es parte del duelo humano por perder una seguridad asumida y un modo de vida en cercanía que extrañamos.

Un día de marzo, me escribió Pedro. «¿Podemos hablar? llámame». Habíamos pactado comunicarnos para lidiar con la soledad derivada del encierro. Conozco a Pedro desde mis cuarentas en sus cincuentas. Los dos somos viejos, invisibles y antiguos. Y manejamos diferente la soledad. Él, antes de pandemia era muy sociable, le alegraba ir a los pueblitos cercanos a repetir sus recuerdos e historias de cuando «corrían riachuelos cristalinos entre virginales praderas donde ahora hay casas modernas disfrazadas de antigüallas». Le ha pegado duro no salir al encuentro de su propia brisa. Es viudo, sus hijos y nietos viven lejos. Triste, presiente el fin de sus caminos y sus mimos. «La tristeza siempre se invita en los finales y eso no es necesariamente malo, invita a pensar para entender, aceptar, conciliar, perdonar, agradecer y darle paso a estar sereno».

Me armé de actitud para escuchar. Eran las cuatro de una tarde con llover bonito. Acomodé mi sillón cerca a mi ventana con vista a un árbol joven brillando de gotas y al prado tatuado de un caminito y con dos sillas color gris concreto, vacío de gente, intenso de verde y con dos mirlas cazando de a brincos mojados. Tras un cercado que provisional lleva un año, hibernaban un parque de juegos y la continuación del caminito y el prado. El parque no había estrenado niños ni encuentros de fútbol ni vuelo en columpios. Solitario veía ventanas mirándolo con vidrio pegado de niño.

Llamé a Pedro y quiere que le ayude a escribir su biografía. «Cuando yo ya no me importe, estarán por ahí mis letras, más claras que mis cenizas», decía. Y continuó:

«A mis setenta y seis soy joven de espíritu y viejo de carnes. Mantengo la emoción y en ocasiones olvido las palabras, los rostros, las figuras, los nombres de las cosas. Quizá por eso amo la música.

Vivo en Colombia, país de aceptables escaceses. Algunos de lejos tienden a imaginarnos a todos en cercanía cotidiana con lo salvaje, sumergidos en cultivos que alimentan sus sueños sicodélicos. Son lecturas prevenidas de lectores perezosos. También tenemos paisajes valerosos a ras de lo natural y humano.

Pienso que días después que nací de mi madre, un espíritu humano empezó a nacer lentamente en mi cuerpo y se concretó esencial como a mis doce, parido de mi mente, mis sentidos y la modulación de mi entorno y mi familia. Hoy permanece esencialmente idéntico en mí, maduro, no viejo. A fuerza de estar contenido se imagina parecido al continente: delgado, menudo, rostro de sonrisa impedida, ojos trigo y arrugas sembradas de historias. Parece sabio por instantes recorridos, emociones sentidas, vuelos, caídas, por entender que lo estático se mueve a pesar de verse quieto, por haber aprendido que toda la realidad cabe en el instante que es presente.

Ese espíritu soy yo, éste que te habla, Juan. Empecé a tomar la vocería de este cuerpo, si no recuerdo mal, recién cumplidos los cuatro.

Mi infancia fue feliz. Así la recuerdo. Como una hoja en blanco revoloteando entre colores y entre lo gris hasta lo negro, de la mano de mis padres y también de mis abuelos. Mi madre fue la esencia más cercana de lo bello, de lo cierto, de lo bueno. Todo era nuevo, sorprendente, mágico. Y peligroso. El mundo hería. Cuando murió mi perro Tony tuve el primer contacto directo con la muerte.

Había en mi indefensión un motivo común con los ancianos. Por lo general los adultos nos trataban parecido y en muchos casos eramos igualmente invisibles y agredidos: cuando nos recluían en la seguridad que nos aislaba; cuando en visita no nos saludaban; cuando cerca hablaban de nosotros como si no los escucháramos; cuando menospreciaban nuestras verdades; cuando nos descartaban por desconfiar de nuestro juicio; cuando enojados o burlones engrandecían y remarcaban nuestras torpezas.

Como a mis trece, en mi cerebro, abajito de la frontera a lo sensato, inició una invasión salvaje que subyugó mi cuerpo y se concentró en el centro de mis ganas. Y lo explotó con hormonas que se diluyeron en mis ojos, se apoderaron de mi olfato, de mis labios ¡¡de mis manos!! Y me dejaron para siempre en el estómago, un hostal de mariposas. El cuartel de mis importancias quedó en el centro de mi cuerpo con ambición de conquistar el centro de otro cuerpo. Los amores rechazados eran impunemente asesinados pues revivían en otros centros. Tuve episodios de rebeldía a la autoridad que normaliza, que con disciplina implanta ser como el ser que manda, una batalla gritona entre la alienación y la anarquía: mi padre y yo nos apartamos. Murió el héroe. Yo cambiaba de amar a odiar con la facilidad de la rutina.

La adultez empezó hacia mis veintes. La inmadurez se remediaba, la inexperiencia aún cobraba. Mi cuerpo y yo hicimos un equipo óptimo para construirnos. La formación profesional, el deporte, el amor, la potencia de pensar, entender e intentar. La mejor época vital de yo completo. La vejez, la muerte, tenían la pequeñez de la lejanía exagerada. Yo no estaba allí en el cuerpo que pensaba de mí, ya viejo. La muerte era un tema evitado o tratado ligero como un rápido apagar heróico en un tiempo sin credibilidad. Me asustaban los viejos, los creía ausentes, inertes, inocuos, vacíos de una historia que manchaban con su carne derretida.

Saliendo de las épocas de estudio, buscando mi independencia me topé la realidad prosaica. Cercana a mis padres y a los costos. Los idealismos se tibiaron. La justicia, la igualdad, el sistema que agobiaba, quedaron en pendientes importantes en el cartapacio de filosofía vigente en construcción permanente. Urgía tener para ser y parecer, para conquistar y ser contratado. Un trabajo afín a mí era la meta no siempre lograda. La amistad estudiantil profesional se esfumó, se convirtió en un nido de rivales. Quedaron pocos amigos. Los de secundaria y los de la cuadra. Me independicé de mis padres y poco a poco regresamos a encontrarnos desde los temas triviales del día a día. El fútbol y la política fueron ese tercero que unía. Me molestaba que mis abuelos envejecieran con dolor. ¿No era suficiente que tristes se apagaran?

A mis treintas, sin buscarnos nos encontramos Marina y yo. Tomamos palco en el espíritu del otro y en admiración respetuosa nos gustó. Romance, enamoramiento, pasión, amor. Y decidimos compartir nuestras vidas y nuestras familias sin más ceremonias que un largo, profundo y húmedo beso luego de un sí en la inolvidable cena íntima de un octubre. Nacieron, crecieron Felipe y Andrea. Poco a poco entendí a mi padres y fuimos cerrando el círculo. Y la dimensión apropiada y humana de mis abuelos la comprendí mejor años antes de que murieran. Hoy que entiendo, estoy en el núcleo de ser viejo.

Durante el transcurso de la vida de mi espíritu, mi pensar organizó algunas teorías.

Tal vez mirando a otro concluí que aunque obviamente semejante, cada espíritu humano es único y por lo mismo irremediablamente solitario. Y dependiente de un cuerpo, temporal en este mundo que nos toca.

Las preguntas de la infancia: qué soy, por qué y para qué, mantenían la respuesta provisional de las creencias religiosas de mi madre. Eso implicaba apagar la mirada y encender la fe, descargando en Dios y lo divino la solución de la incertidumbre de sabernos importantes en las causas, trascendentes y sujetos de un honesto concepto esencial fundamental de la justicia, que no parece existir en La Naturaleza. Y El Hombre, interpretando a Dios, a veces lo pervierte. Sin negar a Dios hoy pienso que somos solitarios, temporales y absurdos, inseparables de la crudeza natural de la que quizá podríamos evolucionar si lo intentáramos con la ética humana del intelecto. Somos consecuencia inevitable del Caos que inició Dios y cuyo idéntico mensaje en lo más diminuto de Todo permanece. En alguna distancia, el caos es hermoso y en el fin de los tiempos seremos parte de su consecuencia. En esta pequeña ventana de oportunidad vital, a la crudeza se ha sobrevivido asociándonos para complementarnos. Lo conveniente sería poder ser emocional y éticamente humanos aún en lo diverso. Para esto, tenemos la obligación de implementar integral una justicia humana para el ya y el ahora. La que proviene de la fe, tiende a ejecutarse a plenitud en los particulares alcances religiosos tras la muerte. Ya para qué. Sin embargo la respeto y ojalá de alguna manera se cumpla.

La Vida es un milagro que duele y es calificado sólo por el observador con su mirada. Toda nuestra vida es realidad cierta únicamente en el instante que es presente, el pasado es inamovible y el futuro aún no existe. Yo, en la tolerancia e inclusión de todas las miradas y actitudes diversas, quise vivir mi vida en conformidad con mi pensamiento en un balance apenas suficiente para la salud del cuerpo y para el criterio abierto de mi espíritu. A menudo yerro, tergiverso o cedo. Y siempre intento corregir. Me sé encerrado en un cuerpo atado a la naturaleza. Acepté el dolor y la tristeza, La felicidad y la alegría. El amor, la pasión y la lujuria convenida. La inevitable soledad, apreciar espíritus que brillan, ignorar aquellos que lastiman. Encontrar la felicidad en lo cercano y saber que por definición dura poco y por gusto, se busca repetir el encontrarla.

Me acepté humano.

En nuestro transcurso vital permanece el espíritu humano. El mismo. En ese período comprendido entre la última frescura inconsciente luego de nacer y la primera inconsciencia antes de morir, somos esencialmente un mismo espíritu preadolescente con aroma de niñez y la sabiduría de la vida recorrida.

Y creo yo que para esa frecuente incomunicación generacional, qué mejor equipo de intérprete mediador que una pareja de un o una preadolescente y un adulto o adulta mayor que simpaticen entre sí. Familiares o no. Yo propondría que participaran en actividades familiares a cualquier propósito o incluso en conversaciones casuales. Con suerte describirían los extremos de la vida con una sorprendente similitud que los haría empáticos con los del medio. He encontrado esos experimentos enriquecedores sobre todo cuando se comprende el concepto de un espíritu que permanece y se asiste con asombro, criterio abierto y respeto. El cariño se presupone. No hay que olvidar que por lo general tras de las urgencias que nos ocupan se esconden desatendidas importancias.»

Ahí se detuvo para agradecer mi paciencia y confirmar si podríamos continuar en estos días. Se despidió de prisa, lo llamaba al teléfono su nieto.

(Fotografía de nourdine-diouane desde Unsplash)

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