SIN COMPROMISO

SIN COMPROMISO

Zulma Mateos

20/04/2021

                                                                                             Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor.                                                                                                                                  William Faulkner

Estaba sentado frente a su escritorio, sin nada que escribir. Su mente en blanco se había detenido en la ventana, en el paisaje de edificios altos que se mezclaban en la lejanía. Sus dedos largos apoyados laxos en el teclado, inmóviles, sin una orden que cumplir, eran el reflejo de su estado interior: vacío.

Tenía hasta mañana a las veinte para llevar la nota al diario. Pero qué podía hacer si el pozo era tan negro que no podía pensar con claridad. Esbozar al menos los primeros reglones, eso quería. El impulso inicial que después le permitiera proseguir. Miró el rincón del living de reojo. Un trago lo ayudaría a romper la barrera de la inacción y haría aparecer el pensamiento creativo. Rechazó la idea. La última vez casi le costó la vida.

Después de dos horas sentado con la mente y la pantalla en blanco, se paró y fue lentamente hacia el rincón. Se sirvió un whisky y se dirigió al sofá. Se recostó a esperar que fluyeran las ideas. Sin embargo, fueron otras que no necesitaba en ese momento las que acapararon su atención. El pasado remoto: la juventud —entonces creída eterna— y la obsesión por el trabajo y la independencia, los éxitos profesionales, las mujeres conquistadas, los vicios adquiridos. Ahora la edad madura, el ocaso y la soledad. Su vida desfiló por su mente.

¿La había desperdiciado? Siempre puso por delante el trabajo y la libertad. Esa era la razón por la cual sus amoríos, los muchos que tuvo, habían sido efímeros. Todas las mujeres transitaron brevemente por su vida, menos una: Amelia. Ella fue especial. Su relación fue larga y tranquila, pero llegó un momento en que ella quiso —como casi toda mujer, hoy lo tenía claro— afecto estable, familia, hijos. O sea, compromiso. Le costó caro terminar aquella relación, pero él tenía otras prioridades. Poco tiempo después, recordaba con pesar, había empezado su problema con el alcohol. Sumergido en la oscuridad y en la desorientación, tiempo después comenzó un largo período de recuperación.

¿Cuál era su vida ahora? Cortó bruscamente sus reflexiones. No quería hurgar en su presente. Se incorporó en el sofá, se sirvió otro trago y volvió a la mesa de trabajo.

Era menuda, baja, de pelo corto y rubio. Difícil calcular la edad de Amelia, pero debía andar entre los sesenta y cinco y los setenta. Vivía en una gran ciudad en la que los altos edificios suplantaban los árboles del campo donde se había criado. Siendo joven había emigrado en busca de trabajo. Le costó mucho adaptarse a esa vida impersonal de avenidas anchas y de calles y veredas estrechas. No era buena para establecer relaciones y ese mundo de luces, consumo y apariencias no la ayudó en ese sentido. Es más: se acostumbró a una soledad rodeada de gente. Entró a trabajar en un diario y ahí conoció a José Luis.

Él ya era, pese a su juventud, un periodista reconocido. Sus artículos políticos eran centrales en el periódico. Amelia, desde su oficina, lo veía ir y venir por el pasillo. Por su inexperiencia pueblerina y su timidez, ella bajaba la vista cuando él la miraba a través de la pared acristalada. Tenía fama de donjuán, pero Amelia no creía que pudiera prestarle a ella la menor atención. Se equivocó. José Luis ya se había fijado en esa joven rubia y bien formada, esquiva y dedicada a lo suyo que no compartía las charlas de pasillo o el chismorreo junto a la máquina de café. Eso la hacía más apetecible. Con el transcurso de los días, él encaró un ritual divertido. Como más de una vez la había sorprendido mirándolo desde el interior de su oficina cuando él pasaba, comenzó a incrementar esos viajes hacia ninguna parte, ida y vuelta por el pasillo con papeles en la mano, sólo para sorprenderla mirándolo y ponerla en evidencia. Se solazaba al verla bajar la vista al sentirse descubierta. Un día, en uno de sus viajes de exhibición, José Luis volvió sobre sus pasos y abriendo la puerta, exclamó:

—Hola, soy José Luis, del Sector Política. ¿Nos presentamos? Paso todos los días por aquí y aún no sé tu nombre —dijo con simpatía.

—Hola. Amelia…Soy Amelia, secretaria del Jefe de Redacción —sintiéndose de inmediato una tonta ya que grandes letras en el cristal evidenciaba cuál era su lugar de trabajo.

—¿Puedo traerte un café y así sellamos esta presentación formal? Es demasiado temprano para algo más fuerte… —dijo con picardía.

Quiso decirle que tenía que terminar un escrito, pero la verdad era que temblaba de miedo.

—Claro —dijo mientras lo vio ir rumbo a la máquina.

Volvió con dos cafés dispuesto a compartir la bebida y charlar. Preguntó cuánto hacía que trabajaba en el diario, si estaba cómoda, si vivía en la ciudad o en las afueras. La conversación fue agradable y distendida. Cuando luego ella repasó lo sucedido, le pareció imposible de creer. Pasaron varios días en los que José Luis se limitó a sus paseos por el pasillo, haciendo un saludo con la mano al pasar frente a la oficina vidriada. Amelia ya no bajaba los ojos, sino que respondía al saludo con una sonrisa. Una semana después del encuentro, su cabeza asomó por la puerta reiterando el ofrecimiento. Amelia aceptó y de ese segundo café, surgió una cita. Fue el comienzo de una relación que para ella fue mágica. Fueron cinco años de felicidad inesperada para ambos.

Amelia había cumplido ya treinta y cinco y sentía que algo se le estaba escapando en la vida. Nunca había hablado con José Luis de su deseo de tener hijos y formar una familia a la vieja usanza. Pero un buen día se decidió. Encaró el tema durante una sobremesa. Él no perdió la calma ni pareció sorprenderse. Evidentemente, era algo esperado. Le pidió unos días para pensar. Si bien Amelia no lo tomó como un , se le abrió una puerta de esperanza. Sin embargo, cuando José Luis le respondió habló de su amor por su trabajo y su falta de capacidad para esas responsabilidades, del peso que tenía para él la libertad. Fueron muchas las conversaciones al respecto, siempre con una negativa final. Ya nada fue igual. El engranaje inicial se había roto. A los seis meses y de común acuerdo, se separaron. “No puedo asumir un compromiso así ahora. Lo siento”, eran las últimas palabras que ella recordaba. El duelo fue largo y pesado para ambos. Habían llegado a amarse.

Para Amelia significó el derrumbe de un mundo que desapareció tan mágicamente como había aparecido. De nuevo vivir en soledad. Debió cambiar el trabajo. Si seguían en contacto, nunca habría cicatrización. Dejó el diario y comenzó a trabajar en un Ministerio. Pasaron los meses y los años. Nunca pudo construir una relación como la perdida.

Mientras trabajó, las horas del día corrían normalmente: desayunar, arreglarse, el viaje entre desconocidos en el subte, ocho horas invariables de oficina, entrar al supermercado al regreso, la preparación de la cena, comer y mirar después televisión sentada con el gato en la falda. La vida transcurría en una somnolienta rutina hasta el sábado. Las horas del fin de semana parecían estirarse. En los últimos años había visitado todos los museos de la ciudad. De vez en cuando entraba en un cine. Era mujer de pocas palabras. A pesar de su edad, conservaba su timidez y no supo hacer amigos.

Todo se agravó el día que debió jubilarse. Tenía que llenar sus horas, las ocho diarias que ya no archivaba expedientes ni atendía las consultas de la gente. Esto último extrañaba sobre todo. Aquel intercambio de palabras —casi una especie de diálogo, se decía a sí misma gratificada— que a través del mostrador los concurrentes se veían obligados a mantener con ella.

Ahora la oficina era tiempo pasado. Tuvo que armar otra rutina. Intentó probar con el grupo de voluntarias del hospital más cercano. Fue varias semanas, pero se dio cuenta de que no sólo no servía para consolar sino que además no podía soportar el dolor que allí veía y dejó de asistir.

Para acortar los días, todas las mañanas salía rumbo a la avenida cercana. Caminaba lento para darle tiempo al reloj que recorriera su repetido camino. Entraba siempre en el mismo café. Pedía un cortado. Miraba pasar la gente . Para entretenerse contaba quiénes llevaban bolsas de compras y quiénes no. Otras veces contaba si eran más las mujeres con bolsas que los hombres. Luego de una hora dejaba el local y caminaba mirando vidrieras. Zapatos, ropa, telefonía. Se conocía las tapas de todos los libros de moda. Siguió con su rito matinal, que no le disgustaba. Pero las tardes eran interminables.

Entonces decidió probar nuevamente con el hospital. Si no era capaz de hablar con la gente, intentaría con la lectura. Prefería presenciar el dolor a esta insoportable soledad. Con sorpresa descubrió que de a poco fue capaz de dar una palabra de aliento, brindar consuelo, tomar una mano y simplemente acompañar con el silencio. Sus días cobraron un color inesperado. Brindarse a los demás, pudiendo apoyarlos con su experiencia de vida, la hizo crecer.

Aquella tarde al entrar en la habitación vio al paciente semisentado y con los ojos cerrados. Al oír que alguien entraba, el hombre los abrió. La miró unos instantes. Poco a poco, su expresión comenzó a ser interrogativa.

—No sé si en realidad sos vos, Amelia, o sos una de mis tantas visiones —le dijo, con una voz entrecortada por la sorpresa.

Amelia retrocedió torpemente, chocando contra una silla. ¿Era José Luis aquel ser envejecido que yacía en la cama? La voz era inconfundible. Cuando pudo reaccionar, se le acercó lentamente.

—José Luis… Sí, soy yo —no sabía cómo proseguir—. ¿Por qué estás aquí? ¿Es algo grave? —titubeó.

—Intoxicación hepática por alcoholismo… Creen que me repondré.

—Claro que te repondrás —quiso animarlo y animarse—. Me alegra mucho volver a verte —le dijo después de unos segundos de silencio. Se miraron y en sus ojos, cargados de años, encontraron que el tiempo no había transcurrido.

—Lo siento mucho… ¿Me guardás rencor? —atinó a decirle él.

—¿Cómo podría hacerlo? Te amé demasiado y siempre justifiqué tu decisión por más que me doliera.

—¿Cuántos años pasaron? ¿Treinta…, treinta y cinco?

—Treinta y tres exactamente —le dijo y se animó a apoyar su mano sobre la de José Luis.

—Nuevamente, lo siento… ¿Pudiste… —la voz de Amelia lo interrumpió.

—…nunca me casé ni tuve hijos, si es eso lo que ibas a preguntar —contestó ella agachando la cabeza.

—También yo seguí fiel sólo al trabajo. ¿Y sabés qué? Ahora sé que fue una mala decisión.

En ese momento entró una enfermera. Debía medicar al paciente. Amelia se despidió diciendo:

—Mañana vuelvo…, si querés.

—Claro —contestó él con ansiedad—. Me gustaría mucho.

Y antes que abandonara la habitación, la llamó y le dijo, con cierta vergüenza al recordar el pasado:

—Amelia, sólo si vos querés… Sin compromiso.

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