La abuela Quica se acaba de despertar.
Camina con parsimonia con mi madre detrás hasta la cocina, donde esperan preparadas sus tostadas con mantequilla y su pastillero.
Tras el desayuno y sus 8 pastillas, las gotas de los ojos y el sonotone, agarra su cachaba y se coloca en el sofá del salón.
Le doy conversación, pero nunca quiere hablar, está cansada dice. Lo que hace, como si no nos diéramos cuenta, es volver a dormirse sentada hasta casi la hora de comer.
Hubo un tiempo en el que todo era al revés.
Yo escapaba todos los fines de casa de mis padres para quedarme a dormir en su casa. Ella hablaba y hablaba y yo le decía, “Abuela…. Ya…. Si…. Vale… que sí…” y ella se recogía enfurruñada porque estaba en su casa y no quería hablar.
Entonces era ella la que me preparaba el desayuno, y no sólo eso.
Era mi época adolescente y yo siempre salía por las noches y volvía a las tres, cuatro, cinco de la mañana, y al llegar, en la mesa de la cocina, siempre me esperaba un sándwich del “Eme” que había comprado por la tarde con las amigas.
Yo lo devoraba y caía rendida en la cama. Ella, medio sorda, se levantaba de la cama y me advertía: “Oyeee, avísame cuando llegues, que sino no me duermo…”
Cada junio la abuela se iba en el primer coche disponible al pueblo, y se quedaba allí hasta agosto, hubiera alguien más de la familia o no. Allí celebramos siempre su cumpleaños, aunque su cumpleaños sea en octubre, porque en agosto estamos todos juntos y es como a ella le gusta celebrar. Evidentemente ha sido la cuidadora oficial de verano de varias generaciones de nietos. No sin poner queja, aunque lo estuviera deseando, la cosa era hacerse un poco de rogar.
La verdad es que tampoco éramos unos nietos ejemplares… Hemos liado tremendas perrerías estando solos con ella, pero nunca nos ha levantado la mano. La mayoría de las veces, ni siquiera se lo contaba a nuestros padres.
Eso sí, cuando estaba mi abuelo, ninguno se atrevía a liar nada… El daba un golpe seco con el matamoscas en la mesa y todos obedecíamos a la primera. Nadie se atrevía a preparar locuras con mi abuelo. Mi abuela tampoco era capaz de contradecirle.
Ella sola se encargó de la huerta hasta varios años después de que mi abuelo muriera.
Ella sola limpiaba la casa de arriba abajo, y hasta me hacía la cama sin que mi madre lo supiera… “Total… con lo mal que haces la cama, prefiero hacerla yo, que sino es hacerla dos veces”
Ella sola siempre tiraba para adelante con lo que surgiera.
Toda una vida dedicada al trabajo. Empezó bien pequeña en una casa sirviendo a una señora.
Cuando digo pequeña, no digo desde los 16, como ahora… Pequeña en esa época eran los siete o los ocho años… Después trabajó en la siega… donde conoció a mi abuelo en el baile del pueblo y poco después se casaron, y siguieron trabajando, que eso era la vida… trabajar.
Desde Salamanca, con dos hijas, y otra en camino se mudaron a Bilbao, a uno de esos barrios chaboleros que eran comunes entre la gente con pocos recursos a finales de los 50. En esa chabola nació mi madre, y en ese barrio, limpiando el colegio consiguió trabajo mi abuela. Un trabajo que duró hasta sus 65 años, con la espalda y las piernas rotas de tanto limpiar, porque a limpiar a ella, no le ganaba nadie… Que brillo y qué manchas imposibles son capaces de sacar las abuelas y nadie más.
Gracias a ese trabajo sus hijos pudieron estudiar en el colegio, y gracias a eso y al dinero que ganaba en la obra mi abuelo, reunieron cinco mil pesetas para comprar la pequeña casa en la que yo pasaba los fines de semana de mi adolescencia con ella.
Eran tiempos duros, sí… Pero quién comprara una casa ahora por cinco mil pesetas…
Desde luego, no nosotros, los jóvenes que con gran dificultad pagamos una habitación en una casa compartida en alquiler y ni mucho menos podríamos mantener un trabajo hasta los sesenta y cinco años.
A mi abuela le han tocado todas las pandemias posibles, la guerra civil y su cartilla de racionamiento, la Polio, que dejó discapacitada a su hija mayor, la heroína, que corrió por Bilbao en los 80 y se llevó finalmente con el sida a su hijo pequeño. Toda una vida de trabajo, y toda una vida de disgustos, y aún así, nunca le faltaba una sonrisa en la cara, un regalo, o un billete a escondidas de padres o incluso de los otros primos. “No le digas a tu primo que te he dado este dinero…” Así, hacía que todos nos creyésemos el favorito. Su elegido…
Mi abuela es una señora de esas, que pese a su humildad, no les falta coquetería, de esas que con cualquier cosita se arreglan y se ponen guapas, y nunca les falta su perfume ni sus pendientes de oro y siempre llevan el pelo impecable sin canas. Ay! Porque las canas… «Las canas hacen a mayor y yo aún no soy una vieja». Pero ahora lleva el pelo blanco, porque dice que no tiene ganas de arreglarse ni de nada, aunque todavía me pide que le revise los pelos de la barbilla, no vaya a ser que le haya quedado algún pelo de barba. Y estas navidades, la descubrí sacándose una mini maquinilla de depilar del bolsillo de la bata y pasándosela ella sola mientras daban anuncios en la tele.
Es capaz de hacer malabares con el dinero, yo creo que por eso hemos salido todos tan ahorradores, y es que quién diría que en una casa de cincuenta metros cuadrados, podrían dormir y vivir once personas, o que de una barra de pan, se sacarían unos rellenos, para los garbanzos, un poco de pan con vino para entrar en calor y hasta un bocadillo con queso. Ella sabía estirar cada recurso hasta hacer que llegase para todos, y eso que somos una familia muy grande.
Los tiempos han cambiado mucho para ella, que ha vivido el cambio de la era digital como quien pasa de puntillas, que el único móvil que tuvo solo lo usaba para recibir llamadas. Para llamar ella seguía usando el teléfono de casa, con su agenda de números apuntada en letras grandes al lado del aparato y una silla colocada estratégicamente cerca, justo hasta donde llegaba el cable. No sé que se le debe pasar por la cabeza cada vez que nos ve toqueteando todo el día el móvil, pero nos mira y niega con la cabeza mientras los ojos se le ponen en blanco y suspira.
Las crisis económicas se han ido solapando los últimos años, aunque ella siempre ha vivido en una crisis. Y en el mundo político, ella siempre ha votado «lo mejor para sus hijos». Dice que sí, que hemos tenido políticos mejores y peores, pero que a los pobres eso siempre nos ha dado igual, que al final nunca cambia nada.
Su única preocupación es que todos estemos bien, que seamos felices con cualquier pareja, que las mujeres de la familia seamos independientes y que estudiemos para no quedarnos siempre atendiendo una casa o no tengamos que limpiar las casas de otro, pero eso sí, siempre siendo una mujer de nuestra casa, las camas hechas y la casa limpia.
Muchas veces pienso en la vida que le ha tocado vivir, y a veces hasta me pregunto si ha sido vida. Ella que ha vivido resignada, mientras nosotros hemos tenido de todo, ropa suficiente para escoger, videojuegos, ordenadores, viajes en avión, vacaciones y hasta comida a domicilio de cualquier país del mundo… A mi, que soy la nieta alternativa, me cuesta aceptar que alguien podría pasar por la vida simplemente cumpliendo obligaciones y disfrutando solamente con los pequeños destellos que a veces regala la rutina y la monotonía: La boda de un hijo, El nacimiento de un nieto, construir una casa en el pueblo, celebrar un cumpleaños más o ver entrar en esa casa de cincuenta metros cuadrados a treinta personas de pie, comiendo los pintxos que con tanto mimo ha preparado para celebrar la llegada de los reyes magos.
¿Es suficiente para ser feliz? ¿Cómo ha hecho ella para no perder la sonrisa? Quizá parece que no ha hecho nada relevante, su nombre no ha entrado en la enciclopedia por descubrir nada. Aunque una vez, hizo un anuncio para el Athletic de Bilbao que salió en los periódicos y todas las señoras del barrio le decían que era famosa… Qué orgullosa se sentía de haber estado en un rodaje con su nieta, y aún sin entrar en los libros de historia, mi abuela, representa a todas las abuelas que han luchado para salir adelante. Esas que no sabían de feminismo porque no les tocó, pero lo practicaban con las nietas. Las que han tenido una vida de trabajo para salir adelante y se quedaron viudas pronto pero aún casi sin saber leer supieron seguir gestionando su día a día y su dinero. Esas abuelas que no contentas con criar a siete hijos han cuidado de catorce nietos, esas que nunca se sientan en todo el día, que todo lo arreglan y que nunca paran quietas porque nunca han podido parar.
Ahora, veo a mi abuela cabecear porque mi padre acaba de poner unos pintxos en la mesa y no quiere que hagamos bromas sobre la siesta que se acaba de echar antes de comer. Me pide que le ayude a acercarse a la mesa, y como siempre, coge el más pequeño y finge que no tiene hambre para que yo me coma uno más de los que me corresponden. Yo insisto, pero agradezco el gesto y disfruto de ese extra que ella siempre me ofrece.
Después de la comida, la abuela Quica se va a echar una siesta, porque no tiene ganas de pasar mucho tiempo despierta, porque las pastillas le dan sueño, y sin las pastillas todo le duele. Ahora mismo le cuesta sonreír y siempre tengo que inventarme alguna broma o algo ingenioso para sacarle una sonrisa. Toda su vida se hace evidente ahora en su cuerpo.
Por la tarde la obligaré a despertar y a contarme más cosas de su juventud, aunque poco, porque se pone triste y dice que solo le pregunto tonterías, que «¿Para qué quieres saber tu tanto?» y «qué cosas me preguntas, ¿como me voy a acordar yo de eso?». Con suerte, podré obligarla a dar un paseo conmigo y con mi madre para que le dé un poco de aire en la cara y volveremos pronto a casa, agarradas a ella y ella a su cachaba, para su segunda ronda de pastillas antes de dormir, sus gotas del ojo y la cena.
Así, un día más. Esperando que no llegue el día en que le puedan los dolores, para desear que dure un poco más, lo suficiente para completar el puzzle de su historia, lo suficiente para que conozca un biznieto más, lo suficiente para que esta abuela tan increíble no nos falte nunca, aunque sea en nuestros corazones.
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