¿Eres tú, Leo?

¿Eres tú, Leo?

Paquita pestañeó varias veces, las gafas de pasta de color camel se deslizaron por el arco de la nariz mientras miraba a través de la ventana. Elevó la patilla izquierda de las gafas, echó vaho en los cristales, y con el lateral de la blusa las limpió. Por mucho que las limpiara, las gafas continuarían rayadas. El espectro de Leonor atravesó en ese momento la pared. Paquita se puso de pie y se frotó los brazos. Sin decir nada, puso un tronco pesado de leña dentro de la chimenea, azuzo con el soplador y saltaron las brasas. Se frotó de nuevo los brazos para calentarse y miró por primera vez al fantasma de Leonor que acababa de ponerse a su derecha.

-¿Se puede saber dónde te has metido?

-Me quedé encerrada en la iglesia. – Respondió Leonor

    Paquita miró a su amiga, parecía apenada, aunque con ella nunca se sabía. Vivir entre vivos y muertos era una pesadilla, pero no saber de aquel fantasma al que consideraba su amiga, la entristecía mucho más de lo que jamás reconocería.

    -No me vengas con sandeces Leonor, que eres un fantasma. No tienes que hacer cola para salir de la iglesia. Ni pedir permiso ni esperar a que te den el sermón ni nada.

      Paquita se cruzó de brazos y le dio la espalda. Estaba enfadada con Leonor por haberse marchado durante varios días sin decírselo, pero sobre todo estaba molesta con ella misma por depender tanto de una amiga muerta. 

        -No te pongas así mujer, además tengo algo muy importante que decirte.

        -¿El qué?- Preguntó Paquita secándose el agua inexistente de las manos en el mandil. 

        -Lo he visto. – Dijo Leonor poniéndose frente a Paquita

        -¿A quién has visto? 

        -Pues a quién va a ser. A Dios. Estaba en el altar al lado de un hombre de mediana estatura. Y toda la iglesia olía a chamusquina, me da a mí, que tanto sol no les va nada bien.

        Paquita se colocó las manos sobre la frente, se notaba algo caliente

          -Pero que idioteces dices Leonor. Parece mentira que tú misma estando muerta no te des cuenta de que no existe Dios.

          Paquita nunca había creído en el más allá, no tenía remordimientos por no ser cristiana. A pesar de haber sufrido el rechazo social en un pueblo pequeño, de derechas y ultracatólico. Había sido juzgada en incontables ocasiones como si del mismo demonio se tratase. Si le preguntaban, alzaba la voz alto y claro para exponer los argumentos contra la religión. Siempre había considerado que todo era demagogia social, consecuencia de la manipulación de los caciques. La mente innata y científica que poseía le convencía de que la existencia de Dios había sido inventada para el disfrute y goce de los hombres, quienes preferían vivir egoístas, engañándose a ellos mismos para verse inmortales. Ya fuera con la reencarnación, la vida eterna, o el paraíso original. Por el contrario, ella no tenía miedo a la muerte. Deseaba que llegara ese día para volver a ser energía desordenada, polvo de estrellas o comida para gusanos. Daba igual. Pero un amor propio de supervivencia le impedía que Paquita no dejara este mundo. Ni Dios, ni nada parecido.

            -Es cierto lo que te digo, era él, tenía el pelo así como zanahoria y los ojos de un azul brillante. Qué guapo. Ahora, yo le aconsejaría que se cortara un poco esas puntas. Y un bañito no le vendría tampoco mal.

            Paquita se dirigió hacia las escaleras que subían a la habitación de matrimonio. Las baldosas olían a polvo enjaulado. Se sujetó a la barandilla oxidada y subió el primer escalón. En la torre del pueblo repicaban las campanas. Del armario sacó un abrigo de paño y se lo colocó por encima de los hombros. El espectro voló tras ella.

              -No entiendo por qué sigues yendo a la iglesia. A ver, dime, si era Dios, ¿Por qué no le pediste que te llevara al cielo con él? No veo que quiera venir a buscarte ni a ti, ni a mí.

              -¡Uy Paqui, pero qué cosas me dices! cómo iba a dejar que me viera el mismo Dios con este aspecto tan horrible que tengo. No me maquillo desde hace años, tengo la piel fatal. -Dijo estirándose las arrugas de la cara- ¿Tú me podrías ayudar a estar un poquito más presentable? ¿Me dejas algo de esa crema, esa con aceite de orca?

              Leonor se sentó encima de la butaca frente al espejo, el camisón doblado mostraba unos pies diminutos e inmaculados, el cabello suelto más negro que un tizón caía largo por detrás de la espalda. Mientras, Paquita abría una de las ventanas del balcón. La luz de la tarde traspasaba el cuerpo del fantasma y destelleaba en las esquinas de marco. Siempre que Leonor regresaba, se quedaba horas mirándose, como si al hacerlo quisiera asegurarse de que seguía idéntica. Había sido muy cotizada entre los chicos del pueblo, cuando las dos se odiaban y se miraban de una punta a otra en la pista de baile.

                -¿Crees que sigo siendo guapa?

                Paquita se colocó el dorso de la mano sobre la frente, quizás tenía algunas décimas, abrió el cajón de la cómoda, pero no encontró ningún termómetro, no parecía dispuesta a entrar en la conversación con Leo.

                  – Ahora no puedo atenderte, tengo que resolver unos asuntos.

                  – ¿Qué asuntos? Paqui, te veo muy mala cara ¿Tienes algún remordimiento?

                  Sin responder, bajó las escaleras, las gafas parecían querer caerse al suelo otra vez.

                    –  En el pueblo dicen que el cura antes de ahorcarse, vino a tu casa. Entonces es cierto lo que dicen de qué lo mataste. Cuéntamelo todo que yo soy una tumba. He oído que vino aquí y que lo envenenaste. Otros dicen que le clavaste un cuchillo en la yugular y después lo colgaste para que pareciera un suicidio.

                    Leonor hizo como si cogiera un cuchillo y lo clavara.

                      -¿Fue así? ¿Por qué lo mataste? Dicen que le metió el demonio dentro y por eso se suicidó. Yo no me lo creo. ¿Verdad que no Paqui? – Preguntó Leonor, mirándola de reojo.

                      Paquita pensó en lo idiota que podía ser Leo. En la calle, un policía aparcaba en frente de la casa. Las dos mujeres oyeron cerrar la puerta del coche, y los pasos lentos que pisaban la mala hierba del camino. En ese momento, llamaron a la aldaba de la puerta.

                        -Vienen a por ti. Saben que lo mataste y vienen a por ti – Dijo Leonor.

                        Las manos de Paquita temblaban sobre el fuego de la chimenea. Sintió cómo el sudor frío se deslizaba por la columna.

                          -Te han pillado, te van a meter en la cárcel. Irás a prisión y no podremos ser más amigas.

                          -Si sigues hablando, encenderé el extractor de la campana.

                          Leo se tapó la boca con las dos manos, levantó las cejas indignadas por lo que acababa de escuchar. El extractor le daba miedo, cuando se puso en funcionamiento el día de la instalación, el fantasma se había desintegrado durante semanas como si se hubiera perdido en otra dimensión de espacio-tiempo.

                            -Qué mala eres Paqui. Eres el mismo Satanás. Con razón creen que lo mataste.

                            -¡Calla! que eres una cotorra.

                            Volvieron a escuchar llamar con más fuerza. La puerta astillada cedió un poco dejando pasar la forma de una sombra.

                              -Espera un segundo, no abras, ¿Y si es el cura ese que mataste? Quizás, quiere vengarse de ti. No abras Paqui, que me dan mucho miedo los fantasmas.

                              Paquita olió el hierro de la sangre, el bramido de los toros que caminaban alrededor del cuerpo ahorcado en la encina. La saliva se le secó en la boca y empezó a sentir como un líquido se deslizaba por el antebrazo, ensuciándole los anillos, reptando por ellos y chocando contra suelo. Líquido que se convertía en sangre y que no desaparecía. Como de costumbre, caminó hacia el pequeño baño de la entrada y se echó agua oxigenada, frotó con fuerza hasta estar segura de limpiarse todo. El repique de las campanas sonaba de nuevo por las paredes que parecían naipes a punto de caerse. Leonor se colocó detrás de ella y como si jugara al escondite con el tronco inclinado, miró a Paquita que se disponía a tirar del pomo de la puerta.

                                -Joder señora, llevo aquí más de cinco minutos y tengo que hacerle unas preguntas. -Dijo mostrándole la placa. – ¿Puedo pasar?

                                El viento de la mañana soplaba con fuerza ese día. Paquita se cerró los botones del abrigo, intentaba mantener la calma, introdujo las manos en los bolsillos y miró al hombre hacia arriba. Le sacaba por lo menos dos cabezas.

                                  -Menos mal que no es el cura de los demonios. – Dijo Leonor.

                                  -Claro que no.

                                  -Señora que no tengo todo el día y aquí hace un frío de cojones.

                                  -Debería cuidarse un poco esa boca. Si hablas con él Paqui, dile de mi parte que el jabón lagarto en la lengua, va muy bien para eso de las palabrotas.

                                  Leonor volvió la vista y levitó hasta quedarse al lado de él. El policía miró extrañado dentro de la vivienda, cambiando el equilibrio del cuerpo de un pie a otro.

                                    -¿Vas a dejarle pasar? ¿En serio? ¿No ibas a contármelo? ¡Ay! ¿Y ahora qué hago? Por un lado, este hombre no me gusta nada, pero con el mal tiempo que hace sería de mala educación tenerlo fuera esperando, por otro lado, si me quedo me perderé la misa. ¿Qué hago? ¿Qué hago? – Se preguntó Leonor mirando hacia el cielo.

                                    -Señora, ¿Me ha oído lo que le he dicho? ¿Está sorda? – Gritó el agente.

                                    -Lárgate de una vez. Vete al funeral.

                                    -De eso nada, yo no me marcho de aquí, que luego no me cuentas nada y aquí hay tomate del bueno, esto es mejor que las telenovelas de la dos. Y no seas grosera conmigo.

                                    -¿Qué me largue? Si no me deja pasar, vendré con una orden judicial y la llevaremos a comisaría para interrogarla. Señora, no me lo ponga difícil.

                                   -Qué pena no estar una más arreglada. Aunque yo aún me conservo bastante bien, sin tanta crema de testículos de orca, ni ninguna porquería de esas.

                                      Paquita enseñó los dientes negros y carcomidos como un lobo enfurecido, en un acto reflejo que le aparecía cuando se ponía nerviosa. Las campanas de la torre repicaron por última vez. El funeral iba a comenzar. 

                                        – Me voy a perder la misa.

                                        – Pues claro.

                                        El hombre dio un paso hacia atrás, quizás si estuviera loca como le habían dicho. Sacó las esposas del bolsillo trasero del pantalón. El viento movía la solapa de la chaqueta. Se puede saber qué pasa ¿Es qué oculta algo? – Preguntó el policía

                                          – Márchate.

                                          Paquita escupió hacia Leo, atravesó el cuerpo del fantasma y como el viento soplaba en dirección este, el escupitajo cayó encima de la cazadora. Con el dorso de la chaqueta el agente se limpió las babas y abrió las esposas.

                                            –  Queda detenida.

                                            –  Vaya mala pata mujer, si ni siquiera te ha dado tiempo a echarte unos polvos, ni a ponerte unos zapatos limpios. Con la cara que tienes ya verás cómo te condenan, a los feos siempre los ven culpables. – Dijo Leonor alisándose el camisón. 

                                          – No te preocupes yo rezaré por ti para que vuelvas pronto.

                                            Paquita miró a su amiga que se dirigía hacia la iglesia, la puerta había quedado abierta y la leña seguía consumiéndose.

                                              –  Qué desperdicio. -Dijo Paquita.

                                              La noche anterior se había destapado, los ruidos de las sombras en el pasillo no le dejaban dormir o quizás habían sido pesadillas. En cualquiera de los casos se había despertado con las mantas caídas y empapada en hielo.

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